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Puesto de naranjas, Axochiapan, Morelos, Mariana Yampolsky |
Yo
seré a tu lado,
silencio,
silencio,
perfume,
perfume,
no
sabré pensar,
no
tendré palabras,
no
tendré deseos,
sólo
sabré amar.
Alfonsina
Storni, Oye
Poco más de dos horas le llevó
recorrer las tres salas. Se sentó en una banca rigurosamente recta. Se asomó al
tablón del asiento y pudo ver su cara reflejándose. Fue certera al disparar sus
ojos sobre sus propios ojos: se vio infantil, empobrecida, acompañada pero
indefensa, con la mejilla en reposo sobre alguien. Parecía la hija que no había
tenido, pero era ella misma. Ya no necesitó volver a las impresiones en blanco
y negro de Mariana Yampolski, estaban ahí, en ella, su desamparo y su
precariedad. Ahora tenía la respuesta que buscó todos esos años: “Me siento vaporosa,
rodeándolo todo sin asir nada”. Cerró sus ojos y recordó su infancia en el
pueblo, el polvo inundando sus pies. Suspiro poco.
Después de algunos minutos se puso en marcha y se fue del
Museo Nacional. La lluvia arreciaba conforme ella avanzaba, pensó que si dejaba
de apretar el paso quizás amainaría, pero el agua helada en la nuca le confirmó
que no eran días de milagros ni coincidencias. Mejor se metió a una anquilosada
cafetería de la calle de Guatemala. Resopló cinco o seis veces y bebió el café
como una horchata, se prendió un cigarro, leyó por dos o tres cuartos de hora y
se volvió a la calle con los versos de Storni en la cabeza.
Deseaba no tener a donde volver, pero la falta de
indulgencia de la mecánica cotidiana la hizo tomar el autobús preciso y luego
el otro y finalmente avanzó por las calles de la colonia y franqueó la puerta. No
deseaba huir de la humedad, pero se mudó por algo más cómodo. Se preparó un
café más. Cuando bebía de la taza de todos los días, interrumpió el timbrazo
sutil del teléfono y leyó que Mario demoraría otro poco. Escribió “ok” y mando de
inmediato la respuesta. Se alisó el cabello, tomo la cámara, ignoró el
disparador automático y comenzó a retratarse una y otra vez así misma, unas
veces estirando al máximo el brazo y otras usando el espejo de encima del
lavamanos. No encontraba en las fotos los ojos ni los recuerdos que halló en la
banca del Museo Nacional.
Se metió a la cama y pensó que era mejor que Mario la encontrara
verdaderamente dormida. No quería hacerse la dormida, no deseaba repetir la
humillación de saber que él se metía a la cama con la prudencia de quien llega
a cumplir con puntualidad una farsa conveniente. Pero el café habría hecho su
trabajo y se revolvió una y otra vez en la cama. Amaba tanto a Mario como le fastidiaba
la imposibilidad de hacerle reproches.
Los recuerdos de otras noches la pusieron en píe. Era el
momento de resolver todos esos años de herrumbre. Se duchó, se echó su vieja
blusa de manta y esperó a Mario de pie, descalzada, a la puerta de la entrada.
Tan pronto él entró, en ninguno de los
dos pudo esconderse el asombro. Se miraron con los ojos muy abiertos, de
inmediato pensaron en una mutua rendición. No se dijeron nada. Se desnudaron
sin paciencia y se besaron como en el principio. Casi no cerraron los ojos. Hubo
dos o tres momentos en los que lograron reunirse a plenitud. Cuando todo
concluyó, ella se acodó en la rodilla de él. Veinte minutos después, Mario se
volvió a poner la ropa con la que llegó de la fábrica, vio a Inés con una
tristeza inédita, miró la cámara fotográfica sobre la mesa y salió para siempre
de la casa.