Leer no debe ser bueno
A la memoria de Miguel Ángel Granados Chapa
He
dicho que leer no debe ser bueno. Me explico: al decir que leer no debe ser bueno quiero remarcar que no puede ser obligatorio
que leer sea bueno. La lectura no puede estar inmiscuida en el campo de lo
debido. Quien lee por obligación no es lector: es un sujeto que incurre en una
práctica forzado por el deber, es un beneficiario o una víctima de las
circunstancias, es un condenado que cumple una condena, no es un lector.

¿Quiénes somos? ¿Hasta dónde podemos
llegar? ¿Qué queremos ser? Preguntas que se responden con base en lo que
experimentamos, lo que vivimos, lo que nos interrelaciona. De modo que si yo
paso por una u otra experiencia, yo empleó esa vivencia para saber quién soy y
quién quiero ser. En principio, esta posibilidad está limitada a las
interrelaciones que pueda yo vivir: la gente con la que yo pueda hablar. Ahora
se dice mucho que la internet ha hecho posible vencer las barreras del tiempo y
el espacio. En ello se olvida que los textos escritos fueron el primer medio
para esto. Al leer puedo saber quién soy y que quiero ser a partir no sólo de
lo que me dicen mis familiares, mis vecinos, mis compañeros de trabajo: mi
tiempo y mi espacio. Al leer, puedo ir y venir a lugares que no conozco, a
épocas remotas, a preguntar a Platón, a Goethe, a Efrén Rebolledo. Leer es una
máquina para viajar en el tiempo y el espacio.
Dice Jorge Larrosa: “[…] considerados
desde el punto de vista de sus efectos sobre la salud de los lectores, es como
si los libros contuvieran unas poderosas sustancias inmateriales capaces de
influir directamente en el alma de los que entran en contacto con ellas”. De
allí que la sabia antropóloga Michèle Petit haya documentado con todo rigor
cómo la lectura se contagia, se contrae, o que el poeta Juan Domingo Argüelles
o el filósofo Gabriel Zaid fundan al tabaco y la lectura en un mismo plano: “la
lectura hace vicio, como fumar”.
Si la lectura es un vicio, creo que
hace bien Luis Arizaleta al sugerir que nos neguemos a procurar el “hábito de
la lectura”. El hábito implica la repetición, la reiteración, la rutina. Se
puede tener el hábito de levantarse temprano, de bañarse o de comer
saludablemente, pero no vale la pena hacerse el hábito de leer. Porque entonces
la lectura se vuelve rutina, y la rutina destruye el gozo. Leer no está
emparentado con el deber ni debe estarlo con lo rutinario. La lectura está del
lado de la emoción, del asombro, del descubrimiento, de la sorpresa. Una tendría
que, en cambio, volverse aficionado de la lectura. Las aficiones, como la del
futbol, nada tienen de obligatorio. Salvo los porristas y botargas oficiales:
¿cuándo se ha sabido de alguien que “deba” ir a un partido de futbol?, es
decir, que tenga, que esté obligado, compelido a mirar el partido. Las
aficiones nos arraigan a las prácticas porque son fuente de gusto, de vida, de
emoción. Sólo eso.
En todo esto sólo no hay que olvidar que leer no es lo
máximo, no es lo mejor, posiblemente ni sea buena, pero puede ser gozosa. Los
libros no son los depositarios únicos ni máximos del deseo, del placer, del
gozo, ni son abrumadoramente buenos ni magníficamente gratificantes. La lectura
puede darnos menos que una telenovela o un encuentro de lucha libre o un disco
de música comercial. Pero también puede darnos más. Eso nunca se sabe. Ni nade
puede prescribir que la lectura es lo mejor del mundo. Es un asunto de cada
quien y de cada momento y de cada circunstancia.
A lo más, si se asume el camino de la
lectura, debemos ser cuidadosos, porque leer puede hacer que seamos más libres,
más independientes, que crezca nuestro mundo. Lo cual, no está demás decirlo, puede
ser malo para quienes no quieren que seamos nosotros mismos. Allí está el caso
de la más célebre monja jerónima. A Juana de Asbaje se le dejó leer todo cuanto
pudo, y se sabe que pudo mucho, incluso, se le dejó escribir y hasta publicar.
Todo cambió cuando eso que leyó le llevó a cuestionar un sermón de un obispillo
de cuyo nombre, por fortuna, no puedo recordar. Hasta allí llegó su carrera
lectora. Hasta allí su vida.
Más allá de esas precauciones, si
tuviera que hacer una recomendación, ésta sería: lean por adicción, contamínense
de letras, gocen, disfruten; pero no cumplan condenas al leer. Hay que leer
para tratar de ser felices; pero no para cumplir, para disciplinarse, para
sujetarse, sino para ser uno mismo, para ganarse un lugar en el mundo, para
sentir placer, porque la lectura es una práctica del deseo y del amor. Nunca
una obligación.
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