
Se levanta temprano. Antes de entrar a la oficina del fondo, ha atendido sus deberes domésticos, comprado La Jornada y dejado al chico en el colegio. Lleva la corbata del uniforme invariablemente mal alineada: él sabe que es un inconsciente triunfo de la libertad de su alma que el oficio de burócrata no deja de tratar de pisotear de lunes a viernes. El sistema escolar debe contar un triunfo en él. Es un excelente funcionario: disciplinado, obediente, recatado, pulcro —salvo el detalle de la corbata— y lo suficientemente sumiso. Casi nunca deja trabajo pendiente, ni da motivo de mayores reprimendas. No parece querer escalar más en la pirámide de las gracias que deja el erario.
Para los muy observadores, lo único que da a desconfiar es que siempre lleva un libro consigo y que, para colmo, lo lee a la menor oportunidad. Los despistados lo toman como una inofensiva rata de biblioteca, porque los despistados piensan que leer es sinónimo de estudiar. Los no despistados notan que los libros no son manuales, ni tratados, ni compendios de su profesión. Advierten que son cosas raras, porque, despistados o no, los funcionarios públicos son, por lo general, muy malos para conocer de libros. Pero sin saber si Muerte sin fin es un manual de tanatología o de brujería blanca, no les parece del todo bien que se lean cosas raras. No les parece prudente que alguien acompañe el desayuno con un periódico de revoltosos o con un libro raro. Algunos logran preguntar qué diablos es ese libro. La calma les vuelve cuando se enteran de que es poesía. Porque de inmediato los despistados y los no despistados piensan que la poesía es sinónimo de romanticismo, y los funcionarios no temen a los románticos, a condición de que los románticos además cumplan con sus deberes de trabajo. Y el hombre de la corbata chueca no tiene más problema en la oficina con eso de andar llevando libros consigo.
No lo tiene más, porque ha sabido esconder que el verdadero triunfo en él ha sido el de la lectura, y no el del sistema escolar. Se ampara en la profusión de la zafiedad, se escuda en las ideas que sugieren que quien se mete a leer se sume en la pasividad, en la conformidad, que se segrega, que se le puede descalificar por anodino y que, fundamentalmente, es por todo ello inofensivo.
El hombre de la oficina del fondo lee todo el tiempo que puede, lo hace con la claridad de saberse un perfecto perverso, lo que para él significa, en uno de los sentidos más recto de la palabra, que es perverso porque le gusta apartarse, desviarse, girar, ir al revés de lo prescrito. Sabe que no puede cambiar casi nada que no sea él mismo, pero trabaja con afán cada día para cambiarse más y más. Adora las rutinas y las reiteraciones —puede desayunar el mismo menú por años— al tiempo que odia ser el mismo cada día. Lee para transformarse, para abrazar nuevos sentimientos y emociones, para ser el anarquista pleno que no precisa de más organización que su propio sistema personal. Cuando puede, en uso de los recursos literarios de los que goza, trata de cambiar el exterior. Es un infiltrado, que derruye lenta pero decidida y sutilmente las bases del orden de los dominantes. Sigue leyendo para afinar sus armas, no tiene más parque que las letras, se sabe solo y nimio, pero no desfallece, porque ha leído que los imperios y los tiranos suelen caer con mayor facilidad por los aguijonazos certeros que por las imponentes asonadas multitudinarias. Lee para subvertirse y para subvertir, con la callada técnica que le ha dejado la lectura en silencio.