
No supe qué decir. De pronto me vino con todo ese rollo que, además de hacerme un monstruo egoísta, me quitó mi única certeza: la de saber lo que no quiero ser. Yo le dije que no, que no era algo personal, pero que eso no iba con mi condición actual, que estaba en un periodo de profunda expansión y que todo eso me iba muy mal por ahora, que se arruinaría mi trayecto. Muy ansiosa, me devolvió: Podrías hacerme el favor de decirme en cristiano qué es todo eso, en dónde está ese trayecto. Yo sólo alcancé a decirle que yo soy mis libros, mis lecturas, definitivamente. Y creo que fue esa palabra, “definitivamente”, la que más la irritó. Apenas me lo dijo, con odio de telenovela: pues entonces quédate con tus pinches libros. Se fue, y para no desentonar con el chiche: azotó la puerta. Sí, creo que por eso azotó la puerta, definitivamente.
Hasta ahora, pasados escasos cuarenta y cinco minutos del azote de puerta, lo único que saco en claro es que sí, a lo mejor esta vida de repente es terrible. O a lo mejor no. Ya ni sé. Yo nunca lo había visto así, pero me lo dijeron claramente sus ojos tras escuchar “definitivamente”. Por algo García Márquez odia formar adverbios con el sufijo “mente”.
Nunca lo había pensado, es hasta hoy que veo esta casa no es casa, sino un cuarto con una mesa, una cama y una parrilla. Nada más le falta estar en una azotea. Pero, ahora que lo veo, ya no puedo decir que vivo en una casa. Sé que es un extremo, pero a mí siempre me ha gustado llamar a las cosas por su nombre. No en balde me la he pasado desde la secundaria leyendo palabras comunes en el diccionario, para estar seguro de qué es lo leo y qué es lo que digo.
La verdad fue un abuso enorme azotarme la puerta. Aquí me tengo pensando que a mis treinta y pocos años mi vida se empieza a parecer a la de Bukowski, y que a lo mejor yo no quiero vivir eso. Pero yo estaba seguro de que esto era lo mío, lo supe desde que leí, cuando iba a la prepa, precisamente una novelita de Bukowski, no me acuerdo cómo se llama, era una edición carísima de Anagrama, que rompe el ritmo con sus españolismos del traductor. Qué fastidio tener esta idea de que ya no es tan conveniente esta vida. A lo mejor se pasa y se me quitan las ganas de ordenar este mugrerío. No me vaya a tomar en serio esto y hasta me den ganas de volverme con mi mamá. Eso fue una broma.
Elisa es siempre así. A mí, la verdad, me gusta mucho, adoro estar con ella, quiero decir, en todos sentidos, hasta en el sentido de estar nada más con ella en el asiento de junto en el microbús. Pero eso de venirse a vivir para acá o, peor, de yo irme para allá. Yo incluso me puedo ver con ella en diez o quince años en el asiento de junto del microbús, pero no más. Y si sólo le dije que no me latía esa onda, no sé por qué se mal viajó tanto, sí ya me conoce. No le voy a perdonar que me llame niño libresco, porque esa expresión parece sacada de un texto de pedagogía, y no se vale que con tantas lecturas se apropie de un discurso tan mamón, tan libresco, sí, mira, ya lo dije, pero sí es contagioso. Quiero decir, una expresión tan acartonada. Mejor me hubiera maltratado con algo de Parménides García Saldaña o de perdida con una chacotería de Arreola o un sinsentido de Ulises Lima o de Mario Santiago Papasquiaro, que creo es lo mismo. Por eso es que me armé de valor, de la poca memoria que conservo y alcance a decirle: “El Amor no es una ecuación mental,/ el Odio sí que raspa las rodillas/ enmudece labios / encanece niños”. Pero no apreció el gesto, el esfuerzo. Y buscó como herirme. Y lo peor: me hizo pensar en mí. En este cuarto. No tengo salida. Ya mañana la busco. Le exijo que me pida perdón y me no la dejo que se quede aquí, porque tengo que leer a Kerouac, para ubicarme, eso voy a decirle. Y claro que no voy a ordenar este cuarto, me voy a meter a releer La región más transparente, voy a encasillar a Elisa en uno de esos personajes burgueses, acartonados. Y así la voy a soñar toda la noche. Sí eso voy a hacer. Creo que ya estoy recuperando mi seguridad, ya veo este cuarto como una habitación insuperable. Ya después le llamaré, me ablandaré un poco, para que se deje de cosas y le aclaro que, eso sí, que no vuelva a reducirme a un guión de telenovela, ni que hable como pedagoga, y que nunca, nunca vuelva a decirle pinche a mis libros.