diciembre 19, 2011

Yo no me metí en eso


Yo terminé la primaria por allá del cincuenta y tres. Ya no hice más estudios. Cuando yo salí del pueblo, a la edad de quince años, trabajé en albañilería; hasta que ingresé a trabajar a una editorial, Editorial El Volador, se llamaba. Entré como cargador; luego, obrero común, ayudante de almacén, así, hasta un día me consideraron y por eso estuve como encargado del almacén. Me aprendí todos los títulos de las tarjetas, que eran como dos mil. Aprendí a manejar la máquina de escribir, empecé a tomar lectura, a escribir mejor, a redactar una tarjeta, un memorando, eso, cosas sencillas.
         Para ese tiempo una secretaria me dijo:
         —¿No se molesta, don Pascual, si lo corrijo?
         —No, claro que agradezco que alguien se vaya a preocupar por mí.
         —Es que usted pronuncia ‘medecina’ y no es ‘medecina’, es ‘medicina’, un derivado de médico.
         Y yo le dije que decía ‘medecina’ porque yo soy de la raza ñañhú y se me dificulta el español.  Entonces, ella me dijo “lea un libro, lea esto”, y yo le dije ‘voy a ver si puedo’, Y luego empecé a leer. Tenía amigos psicólogos que me decían ‘lea este libro’ y empecé a leer de psicología y me di cuenta que podía autoanalizarme, que yo soy el culpable de estar en donde estoy. Y le entré más a la lectura, porque me di cuenta que eso me desarrollaba más, ya tenía más capacidad para defenderme y esa razón fue la que me metió a la lectura.
Nacho López, Campesino leyendo un periódico, 1949 
         En la editorial se hacían miles de libros. Y eso me enseñó a ver la lectura. Yo escuchaba como hablaban los compañeros que trabajan en la oficina, que viajaban, y yo iba a tras de su nivel, por eso me interesó a leer. Aprendí a escuchar y enterarme más en la lectura, allí había muchos libros. Alcancé a rescatar unos libros, cuando al final me interesé en leer. Leí la historia universal en dieciocho tomos, leí los dieciocho tomos, por eso me doy cuenta que la política está fallando en México, me doy cuenta que es una burla lo que están haciendo. Ahora estoy leyendo México mutilado, y acabo de leer Ángeles y demonios, El código da Vinci, que van compaginados; también he leído de Coelho, he leído dos o tres libros. A mí me gusta mucho leer de psicología y filosofía, me gustan mucho. Y ahorita ando metido en política, porque tengo un grupo de jubilados, soy el presidente, para apoyos.
         Ya no leo tanto, porque ya me canso, tengo la cosa que de repente me quedo dormido, ahora lo que hago para ver a dónde voy es que voy palomeando la página para ver a dónde voy leyendo. La lectura no me ha dejado que yo pueda escribir mejor, pero sí escribir con ortografía mejor posible; saberme expresar, saber dialogar, no meter palabras erróneas, que todavía salen, porque es imposible de corregir un defecto que viene de marginación, porque de joven viví marginado: “confórmate con esto, ya no busques más”, me decían en el pueblo. Mi madre no tenía la capacidad de superarse, no la tuvo, ella fue analfabeta y conformista. En mi casa no hubo libros, pero yo fui a estudiar porque yo quise. La lectura me ayudó a salir, y desde que ya pude desarrollarme y no ser como veo a las personas del pueblo que se quedaron, estaría igual que ellos, peor que ellos.
         Mi padre nos abandonó, yo me fui a trabajar a México, yo no fui drogadicto ni alcohólico, ni ratero, que todo eso yo lo conocí, conocí de la vida de la farándula, de prostitutas, eso a los quince o dieciséis años, a ser mantenido de las prostitutas, y no fui eso, y lo logré, quitar de mi vida eso. 

diciembre 04, 2011

El lector invisible



A la memoria de Daniel Sada

Nadie le habla, quiero decir, nadie habla con él en serio, porque todo el mundo lo enfrenta con asco y desprecio. La versión familiar resolvió todo para siempre en una cadena del infortunio: el abandono de la universidad, su regreso al pueblo y la entrega de su vida al caos que organiza el alcohol. Nadie nunca habla del accidente ni de la pérdida del ojo: nadie se anima a poner en palabras cómo se formó el monstruo.

         Desde niña aprendí a no verlo de esa manera. Cuando todavía se ocupaba de hacer el pan, yo iba a buscarlo a la panadería a la salida de la escuela, él me preguntaba qué es lo que había visto en clase. Y me decía que no les creyera nada a las monjas, que dudara siempre de lo que me dijeran y me recomendaba que rebuscara en libros: Allí verás como todo es mentira, me decía.

Cyclops por Odilon Redon
         Sin que yo deje de verlo como un cíclope entorpecido, soy la única que reconoce en él a un bibliófilo que aguarda agazapado detrás de la facha de infeliz y de desvariado: un intelectual travestido de desorbitado indigente. No sé cómo, porque yo nunca recuerdo haberlo visto leer, pero reconozco perfectamente que su tragedia no se completó con la severidad de su alcoholismo, ni con la mendicidad de sus días. Su aparente renuncia a la vida parece cifrada en el abandono a leer y posiblemente a escribir. Yo pienso que fue una renuncia imposible, porque si bien no ha vuelto a tomar un libro, creo que no ha dejado de leer: su trabajo sigue estando en recrear mundos ficticios. Quizás beba para hilar de otra forma las ficciones. A cambio de no poder urdirlas con libros, empuja las lecturas del pasado con el desvarío etílico. Para todos, su vida es un delirio sin fin, un manojo de desatinos, porque nadie, desde luego, advierte que él es un ser colmado por personajes literarios, un punto de concentración de un mundo fictivo. Es el resultado extremo de una vida recluida en una práctica de lectura que ya no tiene que ver con pasar la vista por las páginas, sino con encarnar a toda hora las vidas encerradas en ellas. Nadie logra ver esa espesa teatralidad que abarrota todos sus diálogos, ni alcanzan a discernir que quien habla es ese contra-héroe previsto por Barthes: el lector entregado a soportar la contradicción sin padecer vergüenza.

         Nadie puede ver todo eso desde la plenitud de su par de ojos y su cultivada ceguera cotidiana. De eso estoy segura.

noviembre 05, 2011

Uróboros


Yo nunca imaginé ser madre. A lo mejor como una imagen vaga, al modo de una foto mal enfocada, nunca como en un filme. De allí el sobresalto, cuando nacieron las gemelas.
Fue un matrimonio atípico, una familia en dos casas. Quizás por eso no pueda decir que Rafael se fue o que nos separáramos. Sólo él dejó de estar aquí y yo dejé de estar allá. Las gemelas van y vienen. Cuando no están, el apartamento mantiene el mismo rumor, el estrépito que acompaña a todos los hogares en donde moran niños.

Antes de que las gemelas impregnaran de sonidos el apartamento, yo trabajaba casi todo el día. Regresaba a casa al comienzar la noche. Cuidaba de entrar siempre con los audífonos puestos para que la música matizara el vacío del apartamento. Antes que nada, buscaba mi pijama y alistaba la ropa para el día siguiente. Me reparaba con recatados sangüiches y dosis impúdicas de cocacola. Hacia las once o doce de la noche dejaba de trabajar en las resoluciones que completaba en casa. Si estaba animada me ponía a leer la novela en turno, textos sencillos, las complejidades las dejaba para vacaciones. Si me sentía triste me buscaba algo especial, invariablemente me daba a recordar. Casi siempre pensaba en mi paso trunco por la Facultad de Letras. A veces esos recuerdos me llevaban a hacer relecturas. Así es como di con un papelito entre páginas de Noticias del imperio. Una nota que profería un cumplido opaco a un tipo no muy guapo, no muy feo. A mí me interesaba de sobremanera, no por su forma de perorar sobre los poetas malditos, sino por la persistencia en la inteligencia como una tarea que debe acometerse en todo acto vital. Sobra decir que el papelito nunca llegó a su destino, pero esa noche apareció ante mí como una revelación de todo lo que voy evitando. Es como si la Carlota de Fernando del Paso me alertara desde su visión aguda y enloquecida de un futuro hostil que me asechaba. Si tuviera un papelito de todo aquello que he pospuesto, sin duda, completaría un legajo enorme, comparable sólo a los pesados expedientes del trabajo. Mi razón estaba en el éxito profesional, por eso nunca pude irme a vivir allá, con Rafael, porque tenía que quedarme a triunfar. Aquella noche me puse a leer los monólogos de Carlota uno tras otro, saltando los capítulos en los que no aparece su voz espectral. Comprendí que vivía recluida para contarme las versiones desvariadas de mi propia vida. Una vez que me hastié de esa sensación de engullirme mi propia cola, tomé el teléfono, calculé que sería imposible que conservara el mismo número telefónico, y llamé a ese lejano Rafael. Sólo tras escuchar una voz amodorrada comprendí que era un despropósito llamar a media madrugada. Sólo quería saludarte, alcancé a decir, y colgué sin dejar que Rafael terminara de entender la embestida de su sueño. Él me devolvió la llamada al medio día siguiente. Quedamos de vernos para dos días después en un café cercano a mi oficina. Lo encontré más encantador que nunca. Nos enfrascamos en una charla amoratada. Siempre he pensado que el morado, el violeta y el lila son colores que reflectan las partes auténticas de la vida. Nos vimos un par de veces más antes de recomenzar algo como un romance. Él se pasaba por mi casa casi todas las tardes de los martes y los jueves, cuando no tenía que volver a la editorial. Hacía uso de la copia de la llave que le confié y me esperaba a que volviera del trabajo. No me ilusionaba tanto verlo, ni encontrar menos vacío el departamento, pero me conmovían sus gestos corteses y sus charlas dispersas y profundas. Teníamos sexo a discreción. Él estaba tan solo como yo, pero nunca hicimos nada para llevar a más la relación. Él nunca dormía en mi apartamento, y yo nunca fui a su casa. Las gemelas cambiaron todo.

La única diferencia clara entre los días de presencia y ausencia de las gemelas está en que podría trabajar en casa sin necesidad de esperar a que se durmieran. Aunque, en realidad, ya nunca trabajo en casa. Aprovecho el sueño de las gemelas o su estancia al lado de Rafael para leer y me dejo habitar por seres ajenos que vuelvo próximos. En cuanto vuelven las gemelas busco no verlas como dos niñas preescolares y las trato como seres literarios desorbitados en potencia, a la manera de criaturas textuales de Guadalupe Nettel que han cobrado en algún sentido vida. Les leo mucho, con el esmero de escapar de lo que clasifican como cuentos infantiles. Tengo que prepararlas para vivir en las realidades múltiples paralelas que confluyen en el apartamento. Mi rendimiento profesional está en la media, mi candidatura a la judicatura, arruinada. A veces me frustro, pero la risa de las gemelas y de Carlota me devuelve la calma o la resignación. Mi terapeuta está feliz porque piensa que las gemelas han venido a romper con mi encierro en los libros y mi obsesión por mi promoción en los tribunales. A veces creo que la terapeuta es una desviada que cree que la literatura es una anomia completa. Y yo estoy feliz de mirar crecer a las gemelas, como un par de personajes de Inés Arredondo.

octubre 31, 2011

Planes literarios


No supe qué decir. De pronto me vino con todo ese rollo que, además de hacerme un monstruo egoísta, me quitó mi única certeza: la de saber lo que no quiero ser. Yo le dije que no, que no era algo personal, pero que eso no iba con mi condición actual, que estaba en un periodo de profunda expansión y que todo eso me iba muy mal por ahora, que se arruinaría mi trayecto. Muy ansiosa, me devolvió: Podrías hacerme el favor de decirme en cristiano qué es todo eso, en dónde está ese trayecto. Yo sólo alcancé a decirle que yo soy mis libros, mis lecturas, definitivamente. Y creo que fue esa palabra, “definitivamente”, la que más la irritó. Apenas me lo dijo, con odio de telenovela: pues entonces quédate con tus pinches libros. Se fue, y para no desentonar con el chiche: azotó la puerta. Sí, creo que por eso azotó la puerta, definitivamente.

Hasta ahora, pasados escasos cuarenta y cinco minutos del azote de puerta, lo único que saco en claro es que sí, a lo mejor esta vida de repente es terrible. O a lo mejor no. Ya ni sé. Yo nunca lo había visto así, pero me lo dijeron claramente sus ojos tras escuchar “definitivamente”. Por algo García Márquez odia formar adverbios con el sufijo “mente”.

Nunca lo había pensado, es hasta hoy que veo esta casa no es casa, sino un cuarto con una mesa, una cama y una parrilla. Nada más le falta estar en una azotea. Pero, ahora que lo veo, ya no puedo decir que vivo en una casa. Sé que es un extremo, pero a mí siempre me ha gustado llamar a las cosas por su nombre. No en balde me la he pasado desde la secundaria leyendo palabras comunes en el diccionario, para estar seguro de qué es lo leo y qué es lo que digo.

La verdad fue un abuso enorme azotarme la puerta. Aquí me tengo pensando que a mis treinta y pocos años mi vida se empieza a parecer a la de Bukowski, y que a lo mejor yo no quiero vivir eso. Pero yo estaba seguro de que esto era lo mío, lo supe desde que leí, cuando iba a la prepa, precisamente una novelita de Bukowski, no me acuerdo cómo se llama, era una edición carísima de Anagrama, que rompe el ritmo con sus españolismos del traductor. Qué fastidio tener esta idea de que ya no es tan conveniente esta vida. A lo mejor se pasa y se me quitan las ganas de ordenar este mugrerío. No me vaya a tomar en serio esto y hasta me den ganas de volverme con mi mamá. Eso fue una broma.

Elisa es siempre así. A mí, la verdad, me gusta mucho, adoro estar con ella, quiero decir, en todos sentidos, hasta en el sentido de estar nada más con ella en el asiento de junto en el microbús. Pero eso de venirse a vivir para acá o, peor, de yo irme para allá. Yo incluso me puedo ver con ella en diez o quince años en el asiento de junto del microbús, pero no más. Y si sólo le dije que no me latía esa onda, no sé por qué se mal viajó tanto, sí ya me conoce. No le voy a perdonar que me llame niño libresco, porque esa expresión parece sacada de un texto de pedagogía, y no se vale que con tantas lecturas se apropie de un discurso tan mamón, tan libresco, sí, mira, ya lo dije, pero sí es contagioso. Quiero decir, una expresión tan acartonada. Mejor me hubiera maltratado con algo de Parménides García Saldaña o de perdida con una chacotería de Arreola o un sinsentido de Ulises Lima o de Mario Santiago Papasquiaro, que creo es lo mismo. Por eso es que me armé de valor, de la poca memoria que conservo y alcance a decirle: “El Amor no es una ecuación mental,/ el Odio sí que raspa las rodillas/ enmudece labios / encanece niños”. Pero no apreció el gesto, el esfuerzo. Y buscó como herirme. Y lo peor: me hizo pensar en mí. En este cuarto. No tengo salida. Ya mañana la busco. Le exijo que me pida perdón y me no la dejo que se quede aquí, porque tengo que leer a Kerouac, para ubicarme, eso voy a decirle. Y claro que no voy a ordenar este cuarto, me voy a meter a releer La región más transparente, voy a encasillar a Elisa en uno de esos personajes burgueses, acartonados. Y así la voy a soñar toda la noche. Sí eso voy a hacer. Creo que ya estoy recuperando mi seguridad, ya veo este cuarto como una habitación insuperable. Ya después le llamaré, me ablandaré un poco, para que se deje de cosas y le aclaro que, eso sí, que no vuelva a reducirme a un guión de telenovela, ni que hable como pedagoga, y que nunca, nunca vuelva a decirle pinche a mis libros.

octubre 24, 2011

Terapia


Estaba más taciturna que de costumbre. Era la postal perfecta para la música azulada que sonaba entonces. Casi no sorbía de la taza de café. Se limitaba a pasar con reiteración su vista sobre las mismas páginas del tomo de Delante de la luz cantan los pájaros. Apenas alzó la vista para reconocerme. No me dijo, de ninguna manera, que me sentara. Y me senté frente a ella, en el extremo opuesto de la cuadrada mesa. Dejé mi mochila en la silla de mi derecha, para consumar la simetría que hacía el morral desbordado del asiento de su derecha. Me pedí un expreso y me le quedé mirando. No para forzar que dejara de leer o que leyera en voz alta. La mesera dejó la minúscula taza muy cerca de mi mano izquierda, y se marchó silente. Tan luego olió el expreso, sin alzar la cara, levantó la vista, enfocó con deliberación mi cara y me dijo: Di siempre la verdad, aunque ello importe tu propia destrucción, y me dio el obeso volumen. Comencé a leer en voz alta. Al segundo poema, puso una media risa y en sus ojos leí que por dentro se estaba cagando de la risa.

Detuve la lectura. Busqué en varias páginas algo que interrumpiera su gozo interno. Mientras desbarraba entre la multitud de páginas, sin dejar de reírse por dentro, me preguntó: ¿A que no sabes por qué me urgía que vinieras? Contesté con una sola y típica alzada de hombros. Anda, adivina, y al fin se mostró impaciente. ¿Será que no tienes para pagar la cuenta?, y ahora el que se carcajeó por dentro fui yo. Ella puso una risa completa: Es fácil, mi terapista sugirió que debo estar cerca de aquello que simbolice mi dolor, que así me curaré de la culpa, y, tú sabes, a mí no me gusta andar suspirándole a retratos tamaño infantil, ni a fotos de festejos de cumpleaños, menos a hojas de plantas secadas entre páginas. Yo sé —le devolví— que a veces es necesario sufrir, sufrir de verdad, pero pensé que para sufrir te bastaban los libros. Con un brillo ocular excesivo me devolvió, sin suspirar: Además de ser el ícono ideal de mis penas, me conoces bien; tú sabes que a mí no me gusta hablar en endecasílabos, si no, te diría: en perseguirme mundo, qué interesas, pero tú ya eres un compendio viviente del barroco, y no quiero abusar, así que, mejor, me limitaré a pedirte que me prestes un libro. Aterrado, entre la broma y la sinceridad, le contesté: Si quieres me mudo a vivir contigo, pero ya no dilapides mi biblioteca, ¿qué necesitas?
—Sufrir, que estés cerca, que me leas a Marco Antonio Montes de Oca y que me prestes Concierto barroco —me contestó con suma calma—.

Me calé los anteojos, le prometí que mañana tendría la célebre edición de Siglo XXI que contiene la novela de Carpentier, me tomé el expreso y me seguí leyendo a Marco Antonio Montes de Oca sin parar, al menos por unos quince minutos. Aunque ella conservó la misma media sonrisa, como en un retrato renacentista, yo escuchaba su llanto interior, el compás entre algunos versos y sus suspiros. Puedo seguir hasta terminar el libro, volverme un lector de arena, pensé, pero ella me detuvo: Anda, ya paga la cuenta. Y se marchó sin despedirse y sin llevarse Delante de la luz cantan los pájaros.

octubre 17, 2011

Mariana


Estaba metida en una enésima crisis. Prendió un cigarro sin saber qué hacía. Contra todo sistema de preservación del estilo, tosió inclementemente. Tuvo que completar el fracaso y apagó el cigarro nuevecito. Tenía ganas de aventar objetos, pesados objetos, contusos objetos. Y tenía ganas de atinarle. Pero mejor se sentó en el mullido sillón. Abrazó un tomo enorme de Los conventos del estado Morelos y se quedó mirando el techo amarillento de su recamara.

Dejó el volumen inmenso y se hizo de una decimotercera edición de Las batallas en el desierto. Se imaginó como una Mariana bella, perversa y con voz de Ella Fitzgerald. Nada parecida a Elizabeth Aguilar. Le dieron ganas de ver Annie Hall. Sintonizó Horizonte FM y volvió a la narración de JEP. Trazó paralelas entre la vida neoyorkina de los setenta con la vida en la ciudad de México en los años cuarenta. No podía leer. Tenderly sonaba en la radio. I can't forget how two hearts met breathlessly, repitió con torpeza y se quedó muda, sin leer, pero con el libro en ristre. Sintió el cansancio de un día de demonios y se fue a dormir.

Se levantó temprano, cumplió la liturgia de preparar el café y salir de prisa. No se bañó ni recogió la cocina. Se acicaló un poco en el taxi. Al llegar a la oficina se sorprendió de que sus compañeros aún se sorprendieran de ver su facha de bruja abatida. Cumplió como siempre, con displicencia y perfección, los deberes del trabajo. Sabía que tenía que llamarlo. Debía lanzar reproches, imprecar sin discreción, dejar bien clarito su coraje y regresar a casa para dejar pasar el fin de semana y por allí del lunes o martes perdonarlo. Prefirió no llamar, no contestar, desaparecer.

Contra toda costumbre, se bañó y enchuló todo lo que le alcanzó su precario guardarropa. Apenas pudo hallar unos pomos vetustos con algo de maquillaje, mismo que se untó sin recato ni sentido del gusto. Marchó a un barcito del centro. Llegó sola, se acodó en la barra. No se atrevió a fumar. Bebió vodka con jugo de arándanos. No pasaron ni quince minutos cuando apareció un tipo cuarentón, precipitadamente encanecido, con facha de arruinado y aires risibles de conquistador. El traje lustroso conjugaba con la arrugada camisa a rayas azules. Se extrañó que no llevara un pañuelo colorado y brillante asomando al bolsillo del saco. Pensó que era un claro caso de un hombre que deja a la mujer y a los hijos para ser, a su vez, abandonado por una joven aterrada de lidiar de tiempo completo con canas prematuras. Sabía que todo era en sí mismo un despropósito. Sólo pensaba que estaba cansada de ser un personaje apenas insinuado: no quería ser más la esposa del amante de Mariana. Ella sabía lo pírrico que era tomarse por venganza al cuarentón. Sabía que Mariana nunca se permitiría nada con el cuarentón. Pero no tenía otra opción. Aceptó el cigarro. Cuidó de no calar a fondo. Me llamo Mariana, dijo melódicamente —bluseando en su interior—, y se rió todo cuanto pudo aquella noche en el azulado bar.

octubre 02, 2011

La vida auténticamente literaria


Tan pronto termina de cenar, Ana enciende un cigarro que fuma con displicencia. Se queda un momento mirando al gabinete de los trastos. Luego se saca las zapatillas y toma de su bolso una edición de formato pequeño de La hora y la oportunidad de Augusto de Matraga. Va dejando las cenizas en el plato, pues no tiene energías para ir por el cenicero. Ha tenido que revisar no sé cuántos informes. La madre entra a la cocina y le dice que se deje de lecturas, que ya se le nota agotada, que mejor se meta a la cama y que se dé a dormir, que ella se hará cargo de recoger los trastos. Ana tiene ganas de decir que ya no es una niña, pero como tampoco tiene ánimos de asear la cocina, contesta que está bien, que ya se va a dormir. Le da un beso en la mejilla a la madre, se vuelve a calzar, toma el libro y se va a su cuarto. Se zafa la ropa, se pone un camisón, deja la habitación con la sola luz de la lámpara del buró y se mete a la cama. Sigue leyendo hasta la página veintiocho. Dobla la esquina superior de la hoja y apaga la luz.

Se siente cansada, aunque algo repuesta: la comida, el cigarro y la lectura le han devuelto el espacio para sí misma que la oficina le regateó todo el día. Los ojos permanecen inútilmente abiertos en la penumbra. Se queda pensando en cómo sonará en portugués el cuento de João Guimarães Rosa. Recuerda a Pessoa, a unos poemas sobre la infancia. Piensa que su vida en casa es una continuación de su niñez. Recuerda que siempre para dormir era necesario que su madre le leyera un cuento; que cuando se portaba mal el castigo era no leerle al anochecer. Es raro que tenga ese recuerdo, piensa, porque ella casi nunca se portó mal. Su vida, vista desde fuera, era la perfecta monotonía. Para todos leer después del cansancio que deja el trabajo es un sinsentido, para ella leer era un momento creador de un espacio de intimidad, cuya potencia pocos conocen.

Se arrepiente para de inmediato conformarse de vivir a sus treinta y pocos años con la madre. Sucede que nadie nota que algo de rebeldía hay en ella en esa noche, como en otras tantas. Se identifica con los personajes literarios, vive en ellos las decisiones y las empresas que no logra llevar a la acción. Sin embargo, su actuar está en los mundos literarios en los que entra y sale sin complicación. Ana cumple esa cuota de rebelión personal leyendo. Si su vida parece roma y repetitiva, pero para Ana las reiteraciones y las continuidades no son propiamente conflictivas, acaso porque es acción lo que halla en el mundo literario que teje cada noche, es una suerte de Sísifo contento y agradecido. Sólo el cansancio la hace vacilar, pero bien pronto regresa segura a su vida. De allí que mejor prende la lámpara y sigue de frente hasta el final del relato brasileño. Se duerme feliz, porque ha vivido una conversión radical e inversamente proporcional, a la de Augusto Matraga. Para Ana la lectura es también la vida. Así fue la escritura para el lector infrarrealista por excelencia. Roberto Bolaño colmó el deseo de ser detective de homicidios, “un tira que vuelve solo de noche a la escena del crimen y no se asusta de los fantasmas”, pero que agotó ese afán como lector y escritor, que vivió el peligro de las indagatorias detectivescas sin las inconveniencias del oficio policial. Así Ana es una suerte de lectora salvaje, que vive feliz e intensa, merced a los zapatos fictivos de los otros. Una vida que, vista desde dentro de la propia Ana, es suficiente para trascender, para ser más, para expandirse, con la clara ventaja de no tener que enfrentar las vicisitudes de la vida de carne y hueso. Una renuncia propia, incomprensible y no por ello desafortunada de las experiencias reales. Será asuntos de los psicoanalistas dar nombre a esa opción de vida en el entramado de las tipologías de la anomía. Ella está lista para regresar mañana al trabajo, volver a casa, cenar y contestar a la madre que está bien, que ya se va a dormir.

septiembre 27, 2011

El lector detrás de la corbata


Se levanta temprano. Antes de entrar a la oficina del fondo, ha atendido sus deberes domésticos, comprado La Jornada y dejado al chico en el colegio. Lleva la corbata del uniforme invariablemente mal alineada: él sabe que es un inconsciente triunfo de la libertad de su alma que el oficio de burócrata no deja de tratar de pisotear de lunes a viernes. El sistema escolar debe contar un triunfo en él. Es un excelente funcionario: disciplinado, obediente, recatado, pulcro —salvo el detalle de la corbata— y lo suficientemente sumiso. Casi nunca deja trabajo pendiente, ni da motivo de mayores reprimendas. No parece querer escalar más en la pirámide de las gracias que deja el erario.
Para los muy observadores, lo único que da a desconfiar es que siempre lleva un libro consigo y que, para colmo, lo lee a la menor oportunidad. Los despistados lo toman como una inofensiva rata de biblioteca, porque los despistados piensan que leer es sinónimo de estudiar. Los no despistados notan que los libros no son manuales, ni tratados, ni compendios de su profesión. Advierten que son cosas raras, porque, despistados o no, los funcionarios públicos son, por lo general, muy malos para conocer de libros. Pero sin saber si Muerte sin fin es un manual de tanatología o de brujería blanca, no les parece del todo bien que se lean cosas raras. No les parece prudente que alguien acompañe el desayuno con un periódico de revoltosos o con un libro raro. Algunos logran preguntar qué diablos es ese libro. La calma les vuelve cuando se enteran de que es poesía. Porque de inmediato los despistados y los no despistados piensan que la poesía es sinónimo de romanticismo, y los funcionarios no temen a los románticos, a condición de que los románticos además cumplan con sus deberes de trabajo. Y el hombre de la corbata chueca no tiene más problema en la oficina con eso de andar llevando libros consigo.
No lo tiene más, porque ha sabido esconder que el verdadero triunfo en él ha sido el de la lectura, y no el del sistema escolar. Se ampara en la profusión de la zafiedad, se escuda en las ideas que sugieren que quien se mete a leer se sume en la pasividad, en la conformidad, que se segrega, que se le puede descalificar por anodino y que, fundamentalmente, es por todo ello inofensivo.
El hombre de la oficina del fondo lee todo el tiempo que puede, lo hace con la claridad de saberse un perfecto perverso, lo que para él significa, en uno de los sentidos más recto de la palabra, que es perverso porque le gusta apartarse, desviarse, girar, ir al revés de lo prescrito. Sabe que no puede cambiar casi nada que no sea él mismo, pero trabaja con afán cada día para cambiarse más y más. Adora las rutinas y las reiteraciones —puede desayunar el mismo menú por años— al tiempo que odia ser el mismo cada día. Lee para transformarse, para abrazar nuevos sentimientos y emociones, para ser el anarquista pleno que no precisa de más organización que su propio sistema personal. Cuando puede, en uso de los recursos literarios de los que goza, trata de cambiar el exterior. Es un infiltrado, que derruye lenta pero decidida y sutilmente las bases del orden de los dominantes. Sigue leyendo para afinar sus armas, no tiene más parque que las letras, se sabe solo y nimio, pero no desfallece, porque ha leído que los imperios y los tiranos suelen caer con mayor facilidad por los aguijonazos certeros que por las imponentes asonadas multitudinarias. Lee para subvertirse y para subvertir, con la callada técnica que le ha dejado la lectura en silencio.

septiembre 18, 2011

Elena o el paraíso perdido



Elena vive para colmarse de sentido. Sobrevive del ejercicio de la psicología, la caligrafía, la corrección de textos periodísticos y la lectura. Los funcionarios del INEGI no la conocen, pero después de contarla entre el fastidioso grupo de quienes pasan penurias económicas como parte de su vida cotidiana, tendrían que reconocer que en su catálogo de ocupaciones no está la de lector. Elena tendría que explicar qué es eso de ejercer de lectora de tiempo completo. Tendría que decir que no está entre los que leen en sus ratos libres, sino que come, duerme, estudia o trabaja en los tiempos muertos que le quedan entre leer y leer. Si Ricardo Piglia la conociera se sentiría feliz de hallar un lector puro de carne y hueso: el lector adicto, el que no puede dejar de leer, el lector insomne, el que está siempre despierto.

Recabar la biografía de Elena es una tarea que fuerza a trazar una paralela con su trayectoria lectora. Sin que pueda comprobarse, podría decirse que algo debe vincular a Respuesta a Sor Filotea con aquella vez que se tusó el cabello. O que algunas de sus expresiones lindan con algún personaje de Trópico de Capricornio. En el extremo, podría sugerirse que en realidad no sanó del cáncer y que es un personaje de ficción. Sin embargo, si se le mira mientras caligrafía e ilumina un poema con el estilo y los recursos del medioevo, se da uno cuenta enseguida de que está llena de vida.

Antes de ingresar a la escuela, Elena aprendió a leer en casa, con el sólo propósito —promovido por la madre— de poder leer el catecismo y acercarla cuanto antes al camino de la salvación. Fue el mismo método que se empleó con el niño Ramón López Velarde, con resultados igualmente similares: biografías cultivadas para vivir en los cánones del conservadurismo provinciano que, triunfo de la paradoja, cosecharon almas para cantar la libertad y vivir en el desasosiego, al margen ufano de las convenciones.

Como hubo de ocurrirle a Rosario Castellanos, una vez que miró en el espejo y no hallo a nadie, Elena se dio cuenta de que leer sirve para poder nombrar al mundo. No sabía cómo decir a los otros lo que sentía, y ante tal incapacidad, encontró que la lectura era una fuente para encontrar las palabras para nombrar lo que sucedía en su interior. Al leer, supo que sus experiencias y sus emociones tenían nombre; que no sólo le pasaban a ella; que, entonces, ella no era tan especial ni tan específica, y pudo así tender un puente entre Elena y el exterior. Ese puente, en contra de los que preconizan que la lectura es siempre gustosa y placentera, es tantas veces doloroso, pues huelga decir cuán conflictivo puede ser asumir el riesgo de enfrentar deliberadamente el mundo interior y el mundo exterior.

Leo porque no me queda de otra, me dijo Elena una mañana en el apartamento que alquilaba en el que antes fue el barrio de putas de la ciudad. Sobrecargada de sentido, no para de leer, con una mezcla de gozo y de angustia que no es posible discernir. Una mixtura que debe dar miedo a los promotores ligeros de la lectura, y que sigue, sin duda, aterrando a su católica familia.

septiembre 10, 2011


Uno puede verlos en los parques; en los autobuses; en las bibliotecas. Todos creen que son una rara especie, pero hasta en sitios como el supermercado es posible hallarlos —a lo mejor no están tan debajo de la realidad—. Se fugan, se sumergen y se expanden. Hay quien les ha identificado como cazadores furtivos. Seres que van por la vida buscando historias, de preferencia, puestas en letras. Seres que se alimentan de letras y de narraciones. Seres que viven de los encuentros con los textos.

¿Cómo se llega a la lectura? ¿Qué es lo que debe suceder para que una persona se transforme hasta hacer posible que se le identifique como un lector? ¿Cómo se contrae el vicio de la lectura? ¿Qué sentido tiene ser un lector? ¿Qué se busca y qué se encuentra al leer? De un tiempo para acá, muchos se hacen preguntas como estas. Si un lector es la ocasión en donde la lectura se consuma y en donde la literatura halla su sentido esencial, allí debe existir una pieza igualmente primaria de la respuesta.

Los lectores siempre tienen algo que decir, siempre están diciendo algo. Quizás no sea lo común escucharlos. Acaso será porque no lo digan en voz alta o porque lo digan con disimulo. A lo mejor se deba a que lo que tienen que decir es primordial y fundamentalmente para ellos mismos. Como sea, tendríamos que dejar que los lectores que completan las obras nos cuenten cómo se metieron a leer, cómo han hallado ese gozo, cómo es que colaboran con la creación literaria.

Confiemos en que Lectores infrarrealistas pueda delinear algunas respuestas o, mejor, tensar nuevas preguntas. Serán narraciones urdidas con las confidencias de lectores. Les calificamos de infrarrealistas, porque se les nota tan felices al leer, despreocupados por lo que debe ser, metidos de lleno a lo que se es.