Recogió sus piernas y se prendió un cigarro. Creo que sólo fumaba después de tener sexo. Se quedó sin decir nada. Tenía una sonrisa a la mitad del descaro y la inocencia. Más que complacida parecía que sus mejores recuerdos estaban pasando por su mente. Yo deseé estar en esas hebras de su memoria. No quise romper su transe y me puse a recordar por mi cuenta. Y no fumé.
Como en los boleros más atípicos,
nos reconocíamos gratamente. Era claro que su cuerpo resentía esa década de por
medio, pero su piel y su actitud paradójica seguían intactos. Recordé cuando
ella me contaba, sin motivo ni necesidad aparente, de sus días anteriores:
—¿Sabes por qué me casé la primera
vez?
—No
—Me casé por caliente
Y yo me la imaginaba teniendo sexo
apurado, de pie y sin quitarse la ropa. Ella lo contaba sin pudor. No había en
ella culpas ni cuestionamientos morales, tampoco eran gestos de confianza o
sinceridad extremas. Era sólo el recuento de algo que escapaba a las reglas o
las convenciones. La virtud narrativa de exponerse con gracia e impunidad.
Más allá de la fascinación por sus
lances verbales, no quería irme, deseaba haberme rendido a la lógica emocional
de esa propuesta que me hizo ella, hace años, en ese mismo motel: “Me gustaría
quedarme a vivir aquí, contigo”, pero esta vez no me puse a reír, y me limite a
recostarme en sus piernas, como para colmarme de su desvarío.
Estábamos allí, en medio de la
felicidad que deja el aferrarse al instante, el momento en el cual dos líneas
rompen la paralela y se juntan, el instante en el que dos puntos se unen para
desunirse de inmediato. Mis ansias me llevaron a lanzar una botella al mar, sin
fastidio ni esperanzas:
—¿Por qué no hacer algo por estar
juntos?
Me devolvió la mirada con la justa
dosis de hondura y desparpajo, para preguntarme:
—¿Has visto alguna vez un video de Jaqueline
Dupré y Daniel Bareinboing?
—Tengo un disco
—No, no es un asunto de música, o
quizás lo sea, pero no viene al caso. Búscalo y mira sus ojos. Allí yo he visto
el amor. Y luego, ya conoces la historia, la mierda se lo llevo todo: la
enfermedad, la locura, la huida, la compasión. No nos dejaron nada. Todos lo
censuran, pero él hizo lo correcto. Es mejor marcharse que prolongar una cita
con el infierno. Y yo te quiero a ti conmigo sólo en el cielo.
—Y no crees que todavía Bareinboing
despierta a media noche, porque no consigue dejar de enloquecer con el compás
del chello —le dije, con la poca seguridad que me quedaba.
—De ser así, nada ha podido
separarlos.
Esta vez su locuacidad me supo a
ruina. Esta vez el aguijón de siempre había descargado alguna forma química del
odio. Pero pronto comprendí cuál era su apuesta. Sabíamos que no podíamos estar
juntos para siempre, en el sentido corpóreo y domésticos de la expresión. Por
otra parte, comprendíamos perfectamente que estábamos destinados a seguir
atados de por vida. No me fue fácil llegar a aceptar esa conclusión: llevar
nuestro rotunda empatía a lugares distintos, a donde pudiéramos pagar desde el
alejamiento nuestras recíprocas culpas, a purgar la condena de no encajar en
ninguna parte. Una idea simple, poderosa y ruin.
Hasta entonces comprendí la mejor versión de ella misma: el humo del cigarro que se escapa sin remedio. Uno cala con fe; el humo se va; uno piensa que se pierde, pero algo queda; aunque uno siempre fuerce a no saberlo. Y ella era eso: el hábito del que no se escapa; la herrumbre impune que queda en los pulmones. Ya no dije nada. Nos marchamos casi sin hablar, fumando del mismo cigarro.
Hasta entonces comprendí la mejor versión de ella misma: el humo del cigarro que se escapa sin remedio. Uno cala con fe; el humo se va; uno piensa que se pierde, pero algo queda; aunque uno siempre fuerce a no saberlo. Y ella era eso: el hábito del que no se escapa; la herrumbre impune que queda en los pulmones. Ya no dije nada. Nos marchamos casi sin hablar, fumando del mismo cigarro.