Después de
tirar la tercera colilla, comprendió que la abertura que concedió no fue
suficiente. Hizo descender por completo los cristales de las ventanillas delanteras;
el viento deshizo con poca dificultad la nube de humo de tabaco. El aire en la
cara le devolvió la conciencia de la espera. Miró la hora en el celular y quiso
calcular una posible demora, mas no pudo ubicar hace cuánto había llamado.
Encendió la radio y encontró un vacío pernicioso en todas las emisiones.
Cuando estaba por comenzar otro
cigarro, lo miró apostado junto al auto. Pensó saltar al asiento de junto para
que él se acomodara en el del conductor, pero mejor se le quedó mirando y
ensayó la sonrisa que le fue posible. Él dio vuelta por el frente, franqueó la
puerta, abordó y le saludó, sin remarcar el beso en la mejilla derecha. De
inmediato advirtió el olor a cigarro y la desazón de Alicia:
—¿Cómo estás?
—Bien, muy bien —devolvió ella de
inmediato—
—No te recuerdo de fumadora.
—A veces conviene remover la rutina
—como si la premura escondiera su estado y baldara el olor—, Sé que te extrañó
mi llamada, necesitaba verte, quería hablar contigo, admito que no es común que
después de tanto tiempo de no vernos te saque del trabajo, así como así, pero,
necesitaba verte.
Alicia pensó en decirlo todo,
exponerse, contar que recién había terminado una relación amorosa de la que
nadie tenía noticia; que estaba desecha; que no tenía ganas de seguir; que ese
fracaso la había colocado al borde; que no tenía a nadie a quien confiarle esto;
que necesitaba ser escuchada, y que sólo pensó en él. Era absurdo que
recurriera a alguien con quien también, si esto es posible decirlo así, había
fracasado, con quien no guardaba ya ningún lazo; pero que, ante la situación,
prefirió llamarle, por patética e indigna que fuera la opción. Pensó también en
contarle de su frustración, de la convicción de su pobreza personal, de su
certeza de que en ella estaba la causa de la ruptura. Deseó contarle del
diagnóstico que alcanzaba hacer de su vida; de la atribución que hacía de su
ruina emocional a sus propias constricciones —el dominio que las convenciones
ejercían sobre las pulsiones—; del hartazgo de ser una oficinista eficiente,
sin recompensas en el tráfico de la popularidad baladí. Con esa determinación
es que le llamó. En cambio, no dijo nada de eso, asumió una postura resuelta y
le dijo:
—Mira, Daniel, yo sé que entre tú y
yo no hay nada, que nunca lo hubo, pero hoy me levanté y pensé que mi vida es
muy rutinaria, que debería dar un vuelco, que no se vale que viva todos los días
igual, que hoy debería intentar algo diferente, no sé bien a bien cómo ande tú
vida, pero simplemente quise verte.
Alicia tomó la mano derecha de
Daniel y le miró con la mayor fortaleza que pudo traer a los ojos. Alicia no lo
dijo, pero con ese guiño táctil cambió la necesidad de expiarse mediante la
confidencia por el impulso de romper con el derrotero que había seguido hasta
ahora, de volverse otra, de aceptar
que recusaba volver a ser la inédita mujer que se limitaba a completar
cabalmente y antes que nadie las cuentas auditadas: quería explicar las razones
de una transformación ineludible para arrancarse esas ganas de quitarse la
vida. Lo común para la idea detrás de esa frase tan hecha —“quitarse la vida”—
pasa siempre por meterse un tiro en la sien o saturar la sangre con barbitúricos;
mas para Alicia se trazaron alternativas, como limitarse a quitarse de una vida
y emprender otra. Nada de eso comprendió Daniel.
Él recorrió súbitamente los ocho
años trascurridos desde que conoció a Alicia. Por coincidencia, ingresaron
juntos a trabajar a la oficina recaudadora de rentas fiscales. Ella siempre fue
una joven espigada pero empequeñecida por la timidez y su desapego de las
convenciones más triviales, de esas prácticas de vida cotidiana que abren paso
en el mundo de las oficinas. El desaliño y la introversión completaban una
existencia marginal. Cuando salieron juntos de una fiesta, hará unos cinco
años, Daniel intentó pasar una noche con ella. No escondió las cartas, sabía
que era difícil conseguirlo, pero no perdía nada. Las suposiciones se
confirmaron, Alicia buscaba mucho más y no hallo nada, rechazó el sexo y ambos
se guardaron las intensiones. Un par de veces más se encontraron y nada más
siguió. Daniel desde entonces supo de las constricciones de Alicia, pero
conoció, así sea superficialmente, de las hondas magnitudes de Alicia: una
mujer cultivada, afín a la literatura y la alta estética del arte. Sin duda que
Daniel empataba en ese mundo, o más bien el mundo de Alicia concertaba con
Daniel, pero él no estaba dispuesto a compartir nada con nadie, tampoco con
ella. En el fondo rehuía una relación estable con alguien; en especial, le
aterraba la cercanía en intereses profundos. Nunca la imaginó de otro modo que
no fuera el más romo posible, nunca volvió a perseguir la idea de estar con
ella. Sus respectivos encargos en el trabajo no forzaban a mantener contacto.
Se limitaban a cambiar saludos comprometidos en encuentros de pasillo. Por lo
demás, Alicia nunca daba de qué hablar, su presencia en la vida de Daniel era
generalmente nula.
A Daniel la sorpresa de ser tomado
de la mano le confundió más. No sabía a qué se debía todo ello. Cuando colgó el
teléfono y salió a su encuentro sólo le movió la curiosidad. Cuando la encontró
desencajada y la descubrió fingiendo sonrisas y ofreciendo quién sabe qué clase
de nuevas experiencias, se embrolló más. Las frases de Alicia parecían tener un
sentido teatral que no acababan por revelar nada. Sin embargo, se subió a las
tablas y puso cara de estar de acuerdo con lo que fuera que significara la escena.
Alicia dio marcha al vehículo, se
dirigió a la avenida más próxima, hacia el extremo sur de la ciudad, entró
bruscamente en uno de los nuevos moteles del rumbo. Casi no se besaron. Al
volverse a poner la camisa, Daniel advirtió que todavía era hora de volver al
trabajo. Calculó volver juntos a la oficina, justificar la ausencia, esperar la
hora de salida e ir a cenar con ella. Todavía no entendía nada de lo que había
sucedido, nunca supuso del trance de Alicia, ni siquiera la imaginaba expuesta
a los naufragios sentimentales, ya que no la podía ubicar en ninguna relación
amorosa, la situaba negada para tener si quiera una aventura. Tampoco creyó
nada de lo poco que ella le dijo esa tarde. Contra todas sus pautas, las
secuelas del encuentro le animaban a seguir estando cerca de Alicia. Daniel deseaba
charlar de la novela latinoamericana, gastar bromas culteranas y hasta exponer
sobre su vida. La confusión le dotaba del deseo de no quedarse al margen, de
incidir en la trama.
Alicia seguía tumbada en la cama:
sardónica, dijo que no se marcharía. Habló de empezar tarde, pero
decididamente, una vida de putería. Daniel se echó a reír, como para completar
la broma, el desplante de Alicia lo había vuelto todo más abstruso. Ella
prendió el televisor y se sumergió de inmediato en una película de mediados del
siglo XX. Cubierta de sábanas blancas, el pelo crespo enrarecido, Alicia no
parecía una desvariada, ni una impostora, y ya tampoco parecía una actriz.
Ignorado, Daniel no dijo nada más. Se marchó caminando. El olor a tabaco de la
cabellera de Alicia lo acompañó en el trayecto.
Daniel se abstuvo de sumarse a los
corrillos de oficina que conjeturaban sobre la inexplicable desaparición de
Alicia. Dejó el cigarro, y omitió intercambiar saludos con la espigada
contadora que tomó el puesto de Alicia.