enero 29, 2012

Libros, amores y arañas




Sueño para el invierno
En el invierno viajaremos en un vagón de tren
con asientos azules.
Seremos felices. Habrá un nido de besos
oculto en los rincones.
Cerrarán sus ojos para no ver los gestos
en las últimas sombras,
esos monstruos huidizos, multitudes oscuras
de demonios y lobos.
Y luego en tu mejilla sentirás un rasguño...
un beso muy pequeño como una araña suave
correrá por tu cuello...
Y me dirás: «¡búscala!», reclinando tu cara
—y tardaremos mucho en hallar esa araña,
por demás indiscreta.
Arthur Rimbaud


Angel Zárraga (1907), La bailarina desnuda
Tan luego volvió de dejar a Juan en el colegio, se enfiló a la cocina y se negó a recoger la mesa y fregar los trastos. Se quedó sentada, formando un lento remolino con los restos de frijoles en el plato. Hubiera querido calar de un cigarro y acercarse una edición de El amor en los tiempos del cólera. Pero hacía años que no fumaba y no poseía esa novela entre sus poco libros. Miró por la ventana, deseaba ver un durazno sin hojas en medio de un descampado, pero ni el tanque de gas ni el tendedero vencieron el trance. Como pudo, recordó por su cuenta la historia de Fermina Daza y Florentino Ariza. 
Como es inevitable cuando la vida y la lectura se cruzan, Silvana no necesitó cerrar los ojos para armarse de anhelos y confiar en que podría quedarse en esa silla a esperar el día en que pudiera emprender el viaje fluvial que le devolvería los años y los besos que perdió cuando decidió volver a esa casa. 
Es más que sabido que las historias de amores truncos, de besos que no se dan, declinan invariablemente en amores platónicos, de eso en los que los amantes adquieren cualidades superiores, sustraídos de escenarios en donde aparece lo cotidiano helando las mañanas y sofocando las tardes. Pero nada de eso interesaba a Silvana. Ella sólo deseaba releer esas cartas que dejó expósitas, baldadas de destinataria, que no pudo responder. Y  sufrió la ausencia de las letras que ya no están. Se conformó con escuchar a Mecano con toda la distorsión que dejaba el encuentro de una copia pirata y un modestísimo par de bocinas de procedencia surasiática. 
Esa mañana pudo llorar y pudo salir a un encuentro, pero se atuvo a los cabos tejidos por García Márquez y mejor se quedó aterida, en el pleno domino de una postración que sólo para ella y para Fermina Daza podría asegurar un atisbo de esperanza. 
Así se dejó, abandonada al reposo, dueña de su silla, hasta que al fin pudo mirar el reloj, a penas a tiempo para salir de prisa y volver por el chico al colegio, a hacer ese recorrido diario, ese espacio en el que tendría que dejar para después el arte de confundir los besos con el andar de las arañas.  

enero 20, 2012

El camino de la lectura


Woman on the road with her luggage, Baudot Christoph

Me he ido. Sé que debí decírtelo en persona, pero estoy segura que esta nota no será un agravio. La palabra escrita siempre ha estado entre nosotros como los durmientes a los rieles. Si las letras nos han unido en esta vida, sean las letras un buen finiquito para  nuestros días. Trataré que sea una nota contrastante con mi propia vida: sutil y apacible. Enumerar las razones concretas para marcharme sería un despropósito que no voy a honrar, menos tratándose de ti, para quien lo concreto carece de valor. Me limitaré a dejar esta parrafada para que puedas conservarla como un último gesto caligráfico que encierre en el reposo de la tinta el amor que te tengo.


            Me debato entre pensar que leerás esté papelito con todas las dificultades que deja el temblor en las manos o con la seguridad de alcanzar un día que estuvo siempre acechando. En ambos casos, sé que está descartado el caso de las lágrimas escurriendo por las mejillas, porque te conozco tan bien como tú a mí, no en balde me has hecho a tu imagen y semejanza, como un dios poderoso y perverso que reproduce sus deformidades con la cultivada acuciosidad con la que se fragua una gárgola.

            Me gustaría marcharme en un Cadillac 1945, pero ya sabes que soy torpe para conducir y tan desconfiada para dejarme llevar por otros. Sobra decirlo: voy a cumplir con el destino que diseñaste para mí. La única opción que había está despejada. Era quedarme a leer tu biblioteca entera o marcharme en el exacto rumbo que está definido en el curso de la novela que has escrito encima de mí propia vida. Acaso allí esté mi único reproche: que tú hayas siempre vivido conforme al verso de Rimbaud, según el cual tu vida es una ópera fabulosa, y que a mí me hayas confinado a un género como la novela.

            Sé que te sería fácil ir tras de mí y encontrarme. Te lo repito, no soy sólo tu hija, soy tu obra, la pieza preciada en la que no has enmendado tus faltas ni has adosado tus limitaciones. Pese a ello creo que no carezco de tus miedos ni me sobran tus certezas. No sé a donde tengo que ir, sólo que debo irme, porque estoy contagiada de las ganas de transitar, de seguir las intermitencias y las continuidades de la línea que demarca los carriles carreteros. Pusiste tantos libros a mi paso y yo entendí que todos ellos están hechos de la misma sustancia, ese poderoso elemento que sólo sirve para transportase y dejarse llevar, el libro como la balsa que una vez desatada va a surcar aguas unas veces mansas y otras veces furibundas. Es como si todos mis recuerdos se coronaran en la visión clara de que debo andar caminos para hallar nuevas narrativas. Y es fácil explicar ese impulso por la travesía trasladando la responsabilidad a ti, dejándome creer que has hecho todo esto para hacerme viajar, ya no sólo de manera literaria sino experiencial, pues me asumo como un texto que debe continuarse a pliegos que ya no caben en este estante.

            Confío en que volverás a encontrarme. Voy a escribir toda la experiencia interior que suscite este viaje interminable. Si tengo la suerte de Sal Paradise, el rollo se publicará y allí volverás a verme: en la justa cúspide de la solapa de ese ejemplar que reproduzca el libro que vas a escribir de mi puño y letra.

            Te ama

            Inés