septiembre 27, 2011

El lector detrás de la corbata


Se levanta temprano. Antes de entrar a la oficina del fondo, ha atendido sus deberes domésticos, comprado La Jornada y dejado al chico en el colegio. Lleva la corbata del uniforme invariablemente mal alineada: él sabe que es un inconsciente triunfo de la libertad de su alma que el oficio de burócrata no deja de tratar de pisotear de lunes a viernes. El sistema escolar debe contar un triunfo en él. Es un excelente funcionario: disciplinado, obediente, recatado, pulcro —salvo el detalle de la corbata— y lo suficientemente sumiso. Casi nunca deja trabajo pendiente, ni da motivo de mayores reprimendas. No parece querer escalar más en la pirámide de las gracias que deja el erario.
Para los muy observadores, lo único que da a desconfiar es que siempre lleva un libro consigo y que, para colmo, lo lee a la menor oportunidad. Los despistados lo toman como una inofensiva rata de biblioteca, porque los despistados piensan que leer es sinónimo de estudiar. Los no despistados notan que los libros no son manuales, ni tratados, ni compendios de su profesión. Advierten que son cosas raras, porque, despistados o no, los funcionarios públicos son, por lo general, muy malos para conocer de libros. Pero sin saber si Muerte sin fin es un manual de tanatología o de brujería blanca, no les parece del todo bien que se lean cosas raras. No les parece prudente que alguien acompañe el desayuno con un periódico de revoltosos o con un libro raro. Algunos logran preguntar qué diablos es ese libro. La calma les vuelve cuando se enteran de que es poesía. Porque de inmediato los despistados y los no despistados piensan que la poesía es sinónimo de romanticismo, y los funcionarios no temen a los románticos, a condición de que los románticos además cumplan con sus deberes de trabajo. Y el hombre de la corbata chueca no tiene más problema en la oficina con eso de andar llevando libros consigo.
No lo tiene más, porque ha sabido esconder que el verdadero triunfo en él ha sido el de la lectura, y no el del sistema escolar. Se ampara en la profusión de la zafiedad, se escuda en las ideas que sugieren que quien se mete a leer se sume en la pasividad, en la conformidad, que se segrega, que se le puede descalificar por anodino y que, fundamentalmente, es por todo ello inofensivo.
El hombre de la oficina del fondo lee todo el tiempo que puede, lo hace con la claridad de saberse un perfecto perverso, lo que para él significa, en uno de los sentidos más recto de la palabra, que es perverso porque le gusta apartarse, desviarse, girar, ir al revés de lo prescrito. Sabe que no puede cambiar casi nada que no sea él mismo, pero trabaja con afán cada día para cambiarse más y más. Adora las rutinas y las reiteraciones —puede desayunar el mismo menú por años— al tiempo que odia ser el mismo cada día. Lee para transformarse, para abrazar nuevos sentimientos y emociones, para ser el anarquista pleno que no precisa de más organización que su propio sistema personal. Cuando puede, en uso de los recursos literarios de los que goza, trata de cambiar el exterior. Es un infiltrado, que derruye lenta pero decidida y sutilmente las bases del orden de los dominantes. Sigue leyendo para afinar sus armas, no tiene más parque que las letras, se sabe solo y nimio, pero no desfallece, porque ha leído que los imperios y los tiranos suelen caer con mayor facilidad por los aguijonazos certeros que por las imponentes asonadas multitudinarias. Lee para subvertirse y para subvertir, con la callada técnica que le ha dejado la lectura en silencio.

septiembre 18, 2011

Elena o el paraíso perdido



Elena vive para colmarse de sentido. Sobrevive del ejercicio de la psicología, la caligrafía, la corrección de textos periodísticos y la lectura. Los funcionarios del INEGI no la conocen, pero después de contarla entre el fastidioso grupo de quienes pasan penurias económicas como parte de su vida cotidiana, tendrían que reconocer que en su catálogo de ocupaciones no está la de lector. Elena tendría que explicar qué es eso de ejercer de lectora de tiempo completo. Tendría que decir que no está entre los que leen en sus ratos libres, sino que come, duerme, estudia o trabaja en los tiempos muertos que le quedan entre leer y leer. Si Ricardo Piglia la conociera se sentiría feliz de hallar un lector puro de carne y hueso: el lector adicto, el que no puede dejar de leer, el lector insomne, el que está siempre despierto.

Recabar la biografía de Elena es una tarea que fuerza a trazar una paralela con su trayectoria lectora. Sin que pueda comprobarse, podría decirse que algo debe vincular a Respuesta a Sor Filotea con aquella vez que se tusó el cabello. O que algunas de sus expresiones lindan con algún personaje de Trópico de Capricornio. En el extremo, podría sugerirse que en realidad no sanó del cáncer y que es un personaje de ficción. Sin embargo, si se le mira mientras caligrafía e ilumina un poema con el estilo y los recursos del medioevo, se da uno cuenta enseguida de que está llena de vida.

Antes de ingresar a la escuela, Elena aprendió a leer en casa, con el sólo propósito —promovido por la madre— de poder leer el catecismo y acercarla cuanto antes al camino de la salvación. Fue el mismo método que se empleó con el niño Ramón López Velarde, con resultados igualmente similares: biografías cultivadas para vivir en los cánones del conservadurismo provinciano que, triunfo de la paradoja, cosecharon almas para cantar la libertad y vivir en el desasosiego, al margen ufano de las convenciones.

Como hubo de ocurrirle a Rosario Castellanos, una vez que miró en el espejo y no hallo a nadie, Elena se dio cuenta de que leer sirve para poder nombrar al mundo. No sabía cómo decir a los otros lo que sentía, y ante tal incapacidad, encontró que la lectura era una fuente para encontrar las palabras para nombrar lo que sucedía en su interior. Al leer, supo que sus experiencias y sus emociones tenían nombre; que no sólo le pasaban a ella; que, entonces, ella no era tan especial ni tan específica, y pudo así tender un puente entre Elena y el exterior. Ese puente, en contra de los que preconizan que la lectura es siempre gustosa y placentera, es tantas veces doloroso, pues huelga decir cuán conflictivo puede ser asumir el riesgo de enfrentar deliberadamente el mundo interior y el mundo exterior.

Leo porque no me queda de otra, me dijo Elena una mañana en el apartamento que alquilaba en el que antes fue el barrio de putas de la ciudad. Sobrecargada de sentido, no para de leer, con una mezcla de gozo y de angustia que no es posible discernir. Una mixtura que debe dar miedo a los promotores ligeros de la lectura, y que sigue, sin duda, aterrando a su católica familia.

septiembre 10, 2011


Uno puede verlos en los parques; en los autobuses; en las bibliotecas. Todos creen que son una rara especie, pero hasta en sitios como el supermercado es posible hallarlos —a lo mejor no están tan debajo de la realidad—. Se fugan, se sumergen y se expanden. Hay quien les ha identificado como cazadores furtivos. Seres que van por la vida buscando historias, de preferencia, puestas en letras. Seres que se alimentan de letras y de narraciones. Seres que viven de los encuentros con los textos.

¿Cómo se llega a la lectura? ¿Qué es lo que debe suceder para que una persona se transforme hasta hacer posible que se le identifique como un lector? ¿Cómo se contrae el vicio de la lectura? ¿Qué sentido tiene ser un lector? ¿Qué se busca y qué se encuentra al leer? De un tiempo para acá, muchos se hacen preguntas como estas. Si un lector es la ocasión en donde la lectura se consuma y en donde la literatura halla su sentido esencial, allí debe existir una pieza igualmente primaria de la respuesta.

Los lectores siempre tienen algo que decir, siempre están diciendo algo. Quizás no sea lo común escucharlos. Acaso será porque no lo digan en voz alta o porque lo digan con disimulo. A lo mejor se deba a que lo que tienen que decir es primordial y fundamentalmente para ellos mismos. Como sea, tendríamos que dejar que los lectores que completan las obras nos cuenten cómo se metieron a leer, cómo han hallado ese gozo, cómo es que colaboran con la creación literaria.

Confiemos en que Lectores infrarrealistas pueda delinear algunas respuestas o, mejor, tensar nuevas preguntas. Serán narraciones urdidas con las confidencias de lectores. Les calificamos de infrarrealistas, porque se les nota tan felices al leer, despreocupados por lo que debe ser, metidos de lleno a lo que se es.