noviembre 05, 2011

Uróboros


Yo nunca imaginé ser madre. A lo mejor como una imagen vaga, al modo de una foto mal enfocada, nunca como en un filme. De allí el sobresalto, cuando nacieron las gemelas.
Fue un matrimonio atípico, una familia en dos casas. Quizás por eso no pueda decir que Rafael se fue o que nos separáramos. Sólo él dejó de estar aquí y yo dejé de estar allá. Las gemelas van y vienen. Cuando no están, el apartamento mantiene el mismo rumor, el estrépito que acompaña a todos los hogares en donde moran niños.

Antes de que las gemelas impregnaran de sonidos el apartamento, yo trabajaba casi todo el día. Regresaba a casa al comienzar la noche. Cuidaba de entrar siempre con los audífonos puestos para que la música matizara el vacío del apartamento. Antes que nada, buscaba mi pijama y alistaba la ropa para el día siguiente. Me reparaba con recatados sangüiches y dosis impúdicas de cocacola. Hacia las once o doce de la noche dejaba de trabajar en las resoluciones que completaba en casa. Si estaba animada me ponía a leer la novela en turno, textos sencillos, las complejidades las dejaba para vacaciones. Si me sentía triste me buscaba algo especial, invariablemente me daba a recordar. Casi siempre pensaba en mi paso trunco por la Facultad de Letras. A veces esos recuerdos me llevaban a hacer relecturas. Así es como di con un papelito entre páginas de Noticias del imperio. Una nota que profería un cumplido opaco a un tipo no muy guapo, no muy feo. A mí me interesaba de sobremanera, no por su forma de perorar sobre los poetas malditos, sino por la persistencia en la inteligencia como una tarea que debe acometerse en todo acto vital. Sobra decir que el papelito nunca llegó a su destino, pero esa noche apareció ante mí como una revelación de todo lo que voy evitando. Es como si la Carlota de Fernando del Paso me alertara desde su visión aguda y enloquecida de un futuro hostil que me asechaba. Si tuviera un papelito de todo aquello que he pospuesto, sin duda, completaría un legajo enorme, comparable sólo a los pesados expedientes del trabajo. Mi razón estaba en el éxito profesional, por eso nunca pude irme a vivir allá, con Rafael, porque tenía que quedarme a triunfar. Aquella noche me puse a leer los monólogos de Carlota uno tras otro, saltando los capítulos en los que no aparece su voz espectral. Comprendí que vivía recluida para contarme las versiones desvariadas de mi propia vida. Una vez que me hastié de esa sensación de engullirme mi propia cola, tomé el teléfono, calculé que sería imposible que conservara el mismo número telefónico, y llamé a ese lejano Rafael. Sólo tras escuchar una voz amodorrada comprendí que era un despropósito llamar a media madrugada. Sólo quería saludarte, alcancé a decir, y colgué sin dejar que Rafael terminara de entender la embestida de su sueño. Él me devolvió la llamada al medio día siguiente. Quedamos de vernos para dos días después en un café cercano a mi oficina. Lo encontré más encantador que nunca. Nos enfrascamos en una charla amoratada. Siempre he pensado que el morado, el violeta y el lila son colores que reflectan las partes auténticas de la vida. Nos vimos un par de veces más antes de recomenzar algo como un romance. Él se pasaba por mi casa casi todas las tardes de los martes y los jueves, cuando no tenía que volver a la editorial. Hacía uso de la copia de la llave que le confié y me esperaba a que volviera del trabajo. No me ilusionaba tanto verlo, ni encontrar menos vacío el departamento, pero me conmovían sus gestos corteses y sus charlas dispersas y profundas. Teníamos sexo a discreción. Él estaba tan solo como yo, pero nunca hicimos nada para llevar a más la relación. Él nunca dormía en mi apartamento, y yo nunca fui a su casa. Las gemelas cambiaron todo.

La única diferencia clara entre los días de presencia y ausencia de las gemelas está en que podría trabajar en casa sin necesidad de esperar a que se durmieran. Aunque, en realidad, ya nunca trabajo en casa. Aprovecho el sueño de las gemelas o su estancia al lado de Rafael para leer y me dejo habitar por seres ajenos que vuelvo próximos. En cuanto vuelven las gemelas busco no verlas como dos niñas preescolares y las trato como seres literarios desorbitados en potencia, a la manera de criaturas textuales de Guadalupe Nettel que han cobrado en algún sentido vida. Les leo mucho, con el esmero de escapar de lo que clasifican como cuentos infantiles. Tengo que prepararlas para vivir en las realidades múltiples paralelas que confluyen en el apartamento. Mi rendimiento profesional está en la media, mi candidatura a la judicatura, arruinada. A veces me frustro, pero la risa de las gemelas y de Carlota me devuelve la calma o la resignación. Mi terapeuta está feliz porque piensa que las gemelas han venido a romper con mi encierro en los libros y mi obsesión por mi promoción en los tribunales. A veces creo que la terapeuta es una desviada que cree que la literatura es una anomia completa. Y yo estoy feliz de mirar crecer a las gemelas, como un par de personajes de Inés Arredondo.