Malditas letras

Hotel Chelsea

Whit Señorita Lima

Tratar de tensar una cuerda que vaya de los poetas malditos franceses a sus pares estadunidenses es buscar una fibra que atraviese el Atlántico y pueda atar los siglos xix y xx. Cualquiera que sea el resultado, no sería difícil hallar a Dylan Thomas en algún punto de ese cable, el bardo galés autodidacta que privilegió la musicalidad sobre el sentido, que se interesó en los poemas y no en la poesía.
Soy un caprichoso usador de palabras, no un poeta. Ésa es la verdad. Dylan Thomas
         La ligadura podría fincarse en la representación del escritor como desarraigado, desclasado, marginal.
[…] recuerda a los perros viejos,/ que pelearon tan bien:/ Hemingway, Celine, Dostoievski, Hamsun./ Si crees que no se volvieron locos en habitaciones minúsculas/ como te está pasando a ti ahora,/ sin mujeres,/ sin comida,/ sin esperanza…/ Entonces no estás listo/ toma más cerveza…” Charles Bukouski
         Más allá de las exactitudes académicas y de las coincidencias biográficas, el énfasis podría buscarse en la obra, en el fondo común que la realiza:
Hay momentos de la vida en que el tiempo y el espacio son más profundos y el sentimiento de la existencia infinitamente mayor”. Charles Baudelaire
         Ese afán por la creación literaria que recusa de los ideales de la normalidad y se desenvuelve serpenteando en lo que para otros será siempre el borde de la anomia, un sutil aderezo para la imagen que todo poeta maldito parece necesitar.
¿Qué es mi nada frente al estupor que les espera a ustedes? Arthur Rimbaud
         Demarcación que esplende gracias a seres neurótico-insumisos como Rimbaud, Mallarmé, Baudelaire, Lautréamont, Ginsberg, Kerouac, Burroughs o Dylan Thomas, heraldos sin maquillaje de una dimensión fausta y escalofriante de la condición humana.
La vida es mi arte, protección frente a la muerte, así sin autorización vivo. Jack Kerouac


Farabeuf


Los recuerdos lectores que tengo de Georges Bataille me llevan sin remedio a Farabeuf, ese texto que la mayoría asume como novela y que para no pocos es un poema de largo aliento. Yo pienso que Farabeuf es literatura, esa madeja que, como el universo, está siempre en expansión hasta el punto en el que no es posible precisar bien a bien qué es.
         Basta dejarse llevar por los demonios que organizan los motores de búsqueda de Google para tomar nota de las virtudes de Farabeuf y para hallar las vinculaciones entre Bataille y Elizondo. Ante esas evidencias, para no incurrir en el arte del descubrimiento del hilo negro, me limitaré a confesar —y con suerte a trasmitir—mi obsesión por Farabeuf.
         Esa compulsión que me viene de mi incapacidad para completar su lectura, no porque no pueda pasar mi vista de la primera a la última oración del texto, sino porque es una rara avis que, ante mejor descripción, debo decir que es un volumen con un lugar en mi estante personal de libros de arena, quizás entre El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha y Pedro Páramo. El caso de Farabeuf es el del texto que no ofrece ni una mínima concesión al lector, pues reclama una experiencia reservada a pocos, a lectores osados y dueños de sus inseguridades, de esos que sostienen los libros con la certidumbre de tener ante sí un artefacto poderoso para sublimarse. De ahí que la imposibilidad de zanjar las secuelas de Farabeuf en el momento de su lectura, me lleve a desplazar la obsesión al instante de su escritura.
         De esta manera pienso a Salvador Elizondo en los años sesenta, en su estudio con piso de madera en el edificio Hipódromo, de la avenida México, en La Condesa, detrás de esas gafas de miope, calando de su cigarrillo, metido de lleno a la escritura de Farabeuf. Recurro una y otra vez a pensar cómo se escribió ese texto. ¿Cómo Elizondo pasó del impacto de la fotografía del suplicio chino de los cien pedazos —Leng Tch´e encontrada en Les Larmes d’eros, de Bataille— a la escritura de algo como Farabeuf, cómo consiguió formar al texto con la paciente apropiación del registro escrito de la descripción de las técnicas de amputación del galeno que donó su apellido y su técnica cercenadora para el título de la obra. Supongo a Salvador Elizondo iluminado por una imagen del suplicio en el esfuerzo doloroso y placentero de transformarlo en letras, frases, párrafos que enjuicien las necesidades humanas en el momento en el que el dolor y el placer se encuentran y se revelan.
         Nada resuelve mi obsesión, pero allí logro ver a Elizondo, ya no dando vueltas en el tapete de su estudio, sino a un hombre luciferino expandiendo la literatura o el universo, siempre parado en el filo del tajo en el que comienza la lucidez que es imposible compartir desde la quietud y la conformidad.

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