mayo 20, 2017

El dibujo

Debe el amor vencer,
vencerlo todo.
La muerte y la cursilería
Eduardo Lizalde
Tan pronto se sintió observado, bruscamente cerró el libro. Un modesto ejemplar de un clásico inglés que leía desde casi veinte minutos atrás. Se dio cuenta de que no sólo aquel joven con facha de estudiante, sino todos los que cruzaron delante de aquella banca habían fijado su mirada en él: un solitario viejo en un parque que a media mañana leía en voz alta.
            Intentó regresar a su tarea y recomenzó: “Una de las pocas ventajas que tiene la India comparada con Inglaterra es la gran facilidad para conocer a las gentes”. Enseguida concluyó que el absurdo era irremediable y regresó a su apartamento.
            Recordó los días remotos en los que leía para Emilio. Cuando éste no acababa por completar los entendimientos de la lengua y se quedaba escuchando o pareciendo escuchar los versículos de José Carlos Becerra o algún cuento de Inés Arredondo. O cuando Emilio, ya hablante, pedía que le leyese de nueva cuenta las vicisitudes de cronopios y de famas o cuando Emilio lograba fijar, brevemente, su atención en el comienzo de Altazor, quizás hasta desviarse a pensar qué sería un paracaidista o una mirada auténtica de pichón.
            Como, recién, las costumbres de Mario mudaron en amenazantes tareas desprovistas de premura, se pensó que la jubilación había baldado su vida irremediablemente. Se le notaba más taciturno que siempre, menos sociable y, desde luego, empobrecido. Nadie alcanzaba a apreciar una oportunidad gozosa para librarse de todos esos años de vida de oficina. Para Mario, amén de detestar en secreto la corbata y las formalidades más acartonadas, el mundo de la burocracia importó sólo un medio eficiente para vivir con holgura, para ganar un lugar de cierto privilegio, hasta el punto de hacerse de una imagen de funcionario convencido y feliz de participar con relativo éxito de los meandros del servicio público. Tan pronto Emilio se marchó, Mario dejó la jefatura de inspectores municipales. Ahora vivía de una minúscula pensión de jubilado y de la amplia ganancia de tener la disposición para leer a toda hora.
            Cuando aceptó la oferta de trabajo de Martha, dudó tan sólo en razón del temor de acabar en un cuidador de la ceguera de ésta o llanamente en cuidador de Martha. Temía a ese cabo, pero el empleo en concreto le parecía extrañamente adecuado. Acudió puntual a la casa de Martha la primera tarde de agosto del año de la partida de Emilio. Pensó no llevar libro alguno, en espera de que ella tendría ya elegidos los textos o al menos el primero que habría de acometer, pero al final sus hábitos previsores le hicieron acompañarse de la edición del día anterior de El Despertador y un antología de cuentos apreciados por Julio Cortázar.
            —Es usted puntual, don Mario —dijo Martha, como si al decirlo comprobase la hora en el reloj de pared que presidia la estancia—.
            Mario tomó su mano y dispensó un saludo cordial:
            —Estoy a sus órdenes, supongo que tendrá algo en particular para comenzar.
            —No en realidad, ¿qué tenía usted en mente?
            —A lo mejor, Martha, quisiera usted saber de las notas del diario.
            —Tiene razón, quizá sería bueno escuchar alguna columna de interés, ¿qué sugiere?
            —Y Mario leyó una colaboración que se publicaba cada viernes, a manera de sátira sobre las convenciones conservadoras.
            Casi sin justificarse, leyó “Un sueño realizado”. Terminó con un capítulo de El mono gramático, que Martha sugirió y le indicó cómo podría alcanzarlo del librero de la estancia. Salió de la casa, tomó un autobús y una hora después llegó a su apartamento. Puso a sonar una versión lograda de las suites de Bach para violonchelo solo, mientras las paradojas de Octavio Paz seguían bien fijas en su cabeza.
            La costumbre de leer en voz alta fue una práctica recurrente para él. Desde siempre, cada que pudo trabar una amistad, Mario se aprovechó de ella para leer notas del periódico, poemas, cuentos o fragmentos de novelas. Hubo las veces en que el escuchador agradeció los textos y hubo los casos en que sólo por consideración se aguantó el embate del lector solícito. También estaba el reiterado hábito de leer en voz alta poesía de madrugada. Si bien la escena está obviamente recargada de falso romanticismo, el motivo sólo estaba en percibir a plenitud la musicalidad propuesta. Mario no desconocía los poderes que la lectura silenciosa históricamente trajo a los lectores, el espacio de intimidad que les concedió y las libertades que puso a su disposición. De hecho, el mundo de Mario estaba fundamentalmente en pos de esas libertades. Mario tenía una vida libresca que en mucho superaba a la vida que suele llamarse vida a secas. Siempre hizo y deshizo a partir del mundo ficticio que cultivó desde pequeño. Cuando niño, se hizo de la costumbre de leer notas periodísticas que reconstruía paciente y abruptamente al punto de no poderlas compartir con nadie más. Casi nunca las puso por escrito.
            Al cabo de un mes de lecturas para Martha, Mario se sentía tan contento con el empleo que le llevaba a un mudo gozo que decaía por las noches en melancolía. Una de esas noches, Gustav Malher entraba en sus oídos con un pálido acento que Mario remató con la lectura de la interminable zaga de Cirabel. Leyó en voz alta cada verso del tomo enorme. Con ello llegó un lapsus de felicidad que trajo el recuerdo de una relación amorosa a la que frustró el recato. Buscó sin éxito Caro victrix. Repitió de memoria, entonces, los versos a Jidé. Y se marchó a la cama.
            Al día siguiente, llegó a cumplir con su nuevo oficio. Sólo leyó a López Velarde. La notoriedad de su melancolía se hizo presente en Martha, en uso de los poderes que deben acompañar a los ciegos. Ésta preguntó si tenía noticias de Emilio. Y él respondió que sí, que Emilio estaba de maravilla. Usó esa expresión para cortar con el zumo de la cursilería la veta por donde ella quería abundar en la tristeza del lector a sueldo. Se marchó enseguida, y se fue a casa en un autobús que tomó frente a la plaza de armas, con la intención de hacer más largo el trayecto. Fue leyendo a Guadalupe Netel. Buscaba en esa sórdida historia un punto de entendimiento de lo que pasaba con él. No aspiraba a hallar experiencias, tan sólo palabras que le permitieran nombrar, tan sólo para sí mismo, la intensidad que le dejó el recuerdo de un pasaje de su biografía que de súbito extrajo de su memoria. Una efervescencia sorda en su vida que desde fuera resultaba un episodio anodino dentro de su larga carrera de parquedad. Cualquiera que quisiera contar sus días encontraría a la rutina reinando a plenitud. Era el caso de una víctima de la ausencia de obligaciones. Era un viejo con facha de viejo, un rostro serio que tendía a lo huraño, aunque con modales amables y formas sensibles, de esas que no se es posible deshacerse con facilidad. Desde el interior, todo parecía completo, abarrotado, era un mundo acotado por estantes repletos de libros, su única heredad.
            La vuelta a casa trajo a él otra vez ese recuerdo que comenzaba por la melancolía y se intensificaba hasta variar en la felicidad. Una alegría lejana, cercenada, casi ajena, que le llevaba a una situación de un gozo extraviado. Y las razones para poder nombrar el curso de esa emoción no lo halló en ningún libro. Esta ocasión lo hizo por conducto del solitario vestigio material que quedó de aquellos días: un trozo de papel, un rectángulo que correspondía a una mitad de hoja de cuaderno de forma llamada italiana con un dibujo a lápiz, que sin mayores méritos estéticos pudiera, por economía discursiva, emparentarse con una suerte de dadaísmo. Quizás ni él, destinatario y único conocedor del pliego, entendía bien a bien el sentido del esfuerzo gráfico, ni lograba completar un significado concreto a partir de las líneas, a no ser la idea de que fue dibujado para él como una muestra discreta y críptica de amor, o al menos de afecto. Él sacó el dibujo de debajo de la carpeta de su escritorio y recordó la única vez que volvió a ver a la dibujante inédita después del día en que ella plasmó el dibujo. El mismo que entregó en mano antes de marcharse para siempre. Sobre ese encuentro él anotó al reverso del dibujo con letra script, dejada en tinta sepia: “Me hablas casi en verso de la luna, la llenas de amor, dolor y nostalgia. Dices que la realidad, por mera coincidencia, es así, es todo lo que no pensamos que sería y que el final es lindo.” De inmediato pensó llevar a sus últimas consecuencias esas notas y poner en versos plenos ese mensaje. Ensayó: “Me hablas casi en verso/ encuentras/ la luna/ llena/ de amor/ no sin dolor, no sin nostalgia//Así es/ denuncias/ la realidad:/ la vida es todo lo que no pensamos que sería/ el final es lindo”. ¡Hacer un poema sobre la luna!, y detuvo la escritura tras decirlo. Si bien el ridículo solía acompañarlo al leer en voz alta en soledad, ello no conjuraba su temor y su aversión por la cursilería, y siempre pensó que escribir poemas a la luna era una tarea de suyo cursi. Sabía que era una cuestión de apreciación. Allí estaba el caso de él, quien por sus hábitos literarios y sus preferencias poéticas siempre fue visto como un cursi por quien no tenía contacto con el mundo de las letras, y, a la vez, por eso mismo. pero ahora por quienes sí estaban adentrados en el campo literario, era visto como un radical, un marginal, que solía estar casi siempre con las estridencias y las discontinuidades, que no son más que las vanguardias mientras permanecen como vanguardias, pues dejan de serlo en tanto que dejan los márgenes y son admitidas en los centros de legitimidad. Él recusaba entonces de esos centros y los enterados lo sabían. Pero eran pocos quienes lo entendían, y para casi todos era un tipo pretensioso que se hacía pasar por elegante o refinado por el mero hecho de cargar libros o incluir versos en sus conversaciones o colgar fotografías de poetas en las paredes de su habitación de juventud. Pero él no era un persecutor de la elegancia, era un tipo que buscó la libertad en la discreción y que ahora al fin esplendía por toda su modesta vivienda.
            Cuatro meses después del día en que leyó a López Velarde, se despidió de Martha. No le permitió regateo alguno a su idea de dejar el empleo. Sólo lo lamentó por ella. Le prometió, falsamente, que pronto conseguiría un reemplazo que contaría, con toda seguridad, con la aprobación de ella. Martha interpretó que Mario estaba lleno de aflicciones y que no estaba en condiciones de seguir con el empleo, ni con conseguir un substituto. Le pidió que leyera, como despedida, el comienzo de Ana Karenina. “Todas las familias se parecen unas a las otras, pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada…”, comenzó la lectura con desasosiego que pronto se mudó en pasión. Martha se despidió con un apretón de manos, como si quisiera insuflar un alivio a un moribundo o a un exiliado, como si el ciego fuera Mario y le deseara suerte para sortear los peligros que la invidencia pone en las calles. Sin aceptar la última paga por su labor, Mario salió con lentitud, con desconfianza, como si en verdad hubiere perdido la vista y partiera a la muerte, al exilio o al filo de la banqueta.
            Con la plenitud de la desocupación, Mario casi no salía de casa. Remilgaba el intercambio de saludos con la gente que topaba a su paso cuando se veía precisado a salir. Dejó de leer nuevos textos y se dio a la relectura. Afinaba la voz con versos modernistas. Se dio a la tarea de escribir un poema de largo aliento sobre la luna. Para justificarse, se creó un heterónimo. De noche el heterónimo escribía el poema y de día él escribía la biografía del heterónimo. Buscaba inspiración en libros que comenzó a subrayar y en boleros obsoletos, que empleaba como contraste para librarse del esnobismo y el romanticismo ramplón. Pasaba las tardes conversando y discutiendo el poema con el heterónimo. Le pedía que hiciera un esfuerzo por meter en alguna estrofa la imagen del dibujo de la media hoja de cuaderno de forma llamada italiana.

            Un par de meses después, el poema estaba terminado y satisfacía de alguna manera a Mario y al heterónimo. Leyó a toda voz el capítulo cuatro de El mono gramático, y ya plenamente convencido de la paradoja que denuncia, Mario metió una copia de los cuatrocientos cincuenta y ocho versos que integraban el poema escrito a manera de silva americana en un sobre amarillo tamaño carta, lo llevó al correo y lo mandó a la dirección de la casa en donde aquella autora del dibujo vivió en la ciudad mientras hizo sus estudios en la Facultad de Letras. Cuidó no poner remitente. Volvió a casa, siguió leyendo durante largos lapsos del día y a veces salía y se pasaba por la oficina de inspectores municipales para conversar con algunos de sus viejos amigos. De vez en cuando visitaba también a Martha y hasta le leía un poco a título gratuito. Le gustaba recibir los telefonemas de Mario. Reía mucho con Chesterton. Hacía lecturas dramatizadas para sí mismo con poemas y entremeses de Sor Juana. Coleccionó exlibris con imágenes o referencias de ángeles. Llegó a trocar libros con libreros de ocasión. Adoraba escuchar el bufar de la cafetera. Miraba de noche el cielo y trataba de calcular los años que se estaban viviendo en algunas estrellas que llamaban su atención. Hizo enmarcar el dibujo y lo colgó en su habitación. Nunca más conversó con el heterónimo ni leyó más el poema de largo aliento. Una mañana de junio, leyó en voz alta algunos nocturnos de Villaurrutia, cerró los ojos para repetirlos de memoria, se quedó dormido y murió sin sobresaltos, con una mueca de orgullo auténtico.

1 comentario:

  1. La sabiduría no está ni en la fijeza ni en el cambio, sino en la dialéctica entre ellos.

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