julio 18, 2012

La salida


Puesto de naranjas, Axochiapan, Morelos, Mariana Yampolsky


Yo seré a tu lado,
silencio, silencio,
perfume, perfume,
no sabré pensar,
no tendré palabras,
no tendré deseos,
sólo sabré amar.
Alfonsina Storni, Oye

Poco más de dos horas le llevó recorrer las tres salas. Se sentó en una banca rigurosamente recta. Se asomó al tablón del asiento y pudo ver su cara reflejándose. Fue certera al disparar sus ojos sobre sus propios ojos: se vio infantil, empobrecida, acompañada pero indefensa, con la mejilla en reposo sobre alguien. Parecía la hija que no había tenido, pero era ella misma. Ya no necesitó volver a las impresiones en blanco y negro de Mariana Yampolski, estaban ahí, en ella, su desamparo y su precariedad. Ahora tenía la respuesta que buscó todos esos años: “Me siento vaporosa, rodeándolo todo sin asir nada”. Cerró sus ojos y recordó su infancia en el pueblo, el polvo inundando sus pies. Suspiro poco.

         Después de algunos minutos se puso en marcha y se fue del Museo Nacional. La lluvia arreciaba conforme ella avanzaba, pensó que si dejaba de apretar el paso quizás amainaría, pero el agua helada en la nuca le confirmó que no eran días de milagros ni coincidencias. Mejor se metió a una anquilosada cafetería de la calle de Guatemala. Resopló cinco o seis veces y bebió el café como una horchata, se prendió un cigarro, leyó por dos o tres cuartos de hora y se volvió a la calle con los versos de Storni en la cabeza.

         Deseaba no tener a donde volver, pero la falta de indulgencia de la mecánica cotidiana la hizo tomar el autobús preciso y luego el otro y finalmente avanzó por las calles de la colonia y franqueó la puerta. No deseaba huir de la humedad, pero se mudó por algo más cómodo. Se preparó un café más. Cuando bebía de la taza de todos los días, interrumpió el timbrazo sutil del teléfono y leyó que Mario demoraría otro poco. Escribió “ok” y mando de inmediato la respuesta. Se alisó el cabello, tomo la cámara, ignoró el disparador automático y comenzó a retratarse una y otra vez así misma, unas veces estirando al máximo el brazo y otras usando el espejo de encima del lavamanos. No encontraba en las fotos los ojos ni los recuerdos que halló en la banca del Museo Nacional.

         Se metió a la cama y pensó que era mejor que Mario la encontrara verdaderamente dormida. No quería hacerse la dormida, no deseaba repetir la humillación de saber que él se metía a la cama con la prudencia de quien llega a cumplir con puntualidad una farsa conveniente. Pero el café habría hecho su trabajo y se revolvió una y otra vez en la cama. Amaba tanto a Mario como le fastidiaba la imposibilidad de hacerle reproches.

         Los recuerdos de otras noches la pusieron en píe. Era el momento de resolver todos esos años de herrumbre. Se duchó, se echó su vieja blusa de manta y esperó a Mario de pie, descalzada, a la puerta de la entrada.

         Tan pronto él entró, en ninguno de los dos pudo esconderse el asombro. Se miraron con los ojos muy abiertos, de inmediato pensaron en una mutua rendición. No se dijeron nada. Se desnudaron sin paciencia y se besaron como en el principio. Casi no cerraron los ojos. Hubo dos o tres momentos en los que lograron reunirse a plenitud. Cuando todo concluyó, ella se acodó en la rodilla de él. Veinte minutos después, Mario se volvió a poner la ropa con la que llegó de la fábrica, vio a Inés con una tristeza inédita, miró la cámara fotográfica sobre la mesa y salió para siempre de la casa.