Debe el amor
vencer,
vencerlo
todo.
La muerte y
la cursilería
Eduardo
Lizalde
Tan pronto se sintió observado, bruscamente cerró
el libro. Un modesto ejemplar de un clásico inglés que leía desde casi veinte
minutos atrás. Se dio cuenta de que no sólo aquel joven con facha de
estudiante, sino todos los que cruzaron delante de aquella banca habían fijado
su mirada en él: un solitario viejo en un parque que a media mañana leía en voz
alta.
Intentó
regresar a su tarea y recomenzó: “Una de las pocas ventajas que tiene la India
comparada con Inglaterra es la gran facilidad para conocer a las gentes”. Enseguida
concluyó que el absurdo era irremediable y regresó a su apartamento.
Recordó
los días remotos en los que leía para Emilio. Cuando éste no acababa por
completar los entendimientos de la lengua y se quedaba escuchando o pareciendo
escuchar los versículos de José Carlos Becerra o algún cuento de Inés Arredondo.
O cuando Emilio, ya hablante, pedía que le leyese de nueva cuenta las
vicisitudes de cronopios y de famas o cuando Emilio lograba fijar, brevemente,
su atención en el comienzo de Altazor, quizás hasta desviarse a pensar qué
sería un paracaidista o una mirada auténtica de pichón.
Como,
recién, las costumbres de Mario mudaron en amenazantes tareas desprovistas de
premura, se pensó que la jubilación había baldado su vida irremediablemente. Se
le notaba más taciturno que siempre, menos sociable y, desde luego,
empobrecido. Nadie alcanzaba a apreciar una oportunidad gozosa para librarse de
todos esos años de vida de oficina. Para Mario, amén de detestar en secreto la
corbata y las formalidades más acartonadas, el mundo de la burocracia importó
sólo un medio eficiente para vivir con holgura, para ganar un lugar de cierto
privilegio, hasta el punto de hacerse de una imagen de funcionario convencido y
feliz de participar con relativo éxito de los meandros del servicio público.
Tan pronto Emilio se marchó, Mario dejó la jefatura de inspectores municipales.
Ahora vivía de una minúscula pensión de jubilado y de la amplia ganancia de
tener la disposición para leer a toda hora.
Cuando
aceptó la oferta de trabajo de Martha, dudó tan sólo en razón del temor de
acabar en un cuidador de la ceguera de ésta o llanamente en cuidador de Martha.
Temía a ese cabo, pero el empleo en concreto le parecía extrañamente adecuado.
Acudió puntual a la casa de Martha la primera tarde de agosto del año de la
partida de Emilio. Pensó no llevar libro alguno, en espera de que ella tendría
ya elegidos los textos o al menos el primero que habría de acometer, pero al
final sus hábitos previsores le hicieron acompañarse de la edición del día
anterior de El Despertador y un
antología de cuentos apreciados por Julio Cortázar.
—Es
usted puntual, don Mario —dijo Martha, como si al decirlo comprobase la hora en
el reloj de pared que presidia la estancia—.
Mario
tomó su mano y dispensó un saludo cordial:
—Estoy
a sus órdenes, supongo que tendrá algo en particular para comenzar.
—No
en realidad, ¿qué tenía usted en mente?
—A
lo mejor, Martha, quisiera usted saber de las notas del diario.
—Tiene
razón, quizá sería bueno escuchar alguna columna de interés, ¿qué sugiere?
—Y
Mario leyó una colaboración que se publicaba cada viernes, a manera de sátira
sobre las convenciones conservadoras.
Casi
sin justificarse, leyó “Un sueño realizado”. Terminó con un capítulo de El mono gramático, que Martha sugirió y
le indicó cómo podría alcanzarlo del librero de la estancia. Salió de la casa,
tomó un autobús y una hora después llegó a su apartamento. Puso a sonar una
versión lograda de las suites de Bach para violonchelo solo, mientras las
paradojas de Octavio Paz seguían bien fijas en su cabeza.
La
costumbre de leer en voz alta fue una práctica recurrente para él. Desde
siempre, cada que pudo trabar una amistad, Mario se aprovechó de ella para leer
notas del periódico, poemas, cuentos o fragmentos de novelas. Hubo las veces en
que el escuchador agradeció los textos y hubo los casos en que sólo por
consideración se aguantó el embate del lector solícito. También estaba el
reiterado hábito de leer en voz alta poesía de madrugada. Si bien la escena
está obviamente recargada de falso romanticismo, el motivo sólo estaba en
percibir a plenitud la musicalidad propuesta. Mario no desconocía los poderes
que la lectura silenciosa históricamente trajo a los lectores, el espacio de
intimidad que les concedió y las libertades que puso a su disposición. De
hecho, el mundo de Mario estaba fundamentalmente en pos de esas libertades.
Mario tenía una vida libresca que en mucho superaba a la vida que suele
llamarse vida a secas. Siempre hizo y deshizo a partir del mundo ficticio que
cultivó desde pequeño. Cuando niño, se hizo de la costumbre de leer notas
periodísticas que reconstruía paciente y abruptamente al punto de no poderlas
compartir con nadie más. Casi nunca las puso por escrito.
Al
cabo de un mes de lecturas para Martha, Mario se sentía tan contento con el
empleo que le llevaba a un mudo gozo que decaía por las noches en melancolía.
Una de esas noches, Gustav Malher entraba en sus oídos con un pálido acento que
Mario remató con la lectura de la interminable zaga de Cirabel. Leyó en voz
alta cada verso del tomo enorme. Con ello llegó un lapsus de felicidad que
trajo el recuerdo de una relación amorosa a la que frustró el recato. Buscó sin
éxito Caro victrix. Repitió de
memoria, entonces, los versos a Jidé. Y se marchó a la cama.
Al
día siguiente, llegó a cumplir con su nuevo oficio. Sólo leyó a López Velarde.
La notoriedad de su melancolía se hizo presente en Martha, en uso de los
poderes que deben acompañar a los ciegos. Ésta preguntó si tenía noticias de
Emilio. Y él respondió que sí, que Emilio estaba de maravilla. Usó esa
expresión para cortar con el zumo de la cursilería la veta por donde ella
quería abundar en la tristeza del lector a sueldo. Se marchó enseguida, y se
fue a casa en un autobús que tomó frente a la plaza de armas, con la intención
de hacer más largo el trayecto. Fue leyendo a Guadalupe Netel. Buscaba en esa
sórdida historia un punto de entendimiento de lo que pasaba con él. No aspiraba
a hallar experiencias, tan sólo palabras que le permitieran nombrar, tan sólo
para sí mismo, la intensidad que le dejó el recuerdo de un pasaje de su
biografía que de súbito extrajo de su memoria. Una efervescencia sorda en su
vida que desde fuera resultaba un episodio anodino dentro de su larga carrera
de parquedad. Cualquiera que quisiera contar sus días encontraría a la rutina
reinando a plenitud. Era el caso de una víctima de la ausencia de obligaciones.
Era un viejo con facha de viejo, un rostro serio que tendía a lo huraño, aunque
con modales amables y formas sensibles, de esas que no se es posible deshacerse
con facilidad. Desde el interior, todo parecía completo, abarrotado, era un
mundo acotado por estantes repletos de libros, su única heredad.
La
vuelta a casa trajo a él otra vez ese recuerdo que comenzaba por la melancolía
y se intensificaba hasta variar en la felicidad. Una alegría lejana, cercenada,
casi ajena, que le llevaba a una situación de un gozo extraviado. Y las razones
para poder nombrar el curso de esa emoción no lo halló en ningún libro. Esta
ocasión lo hizo por conducto del solitario vestigio material que quedó de
aquellos días: un trozo de papel, un rectángulo que correspondía a una mitad de
hoja de cuaderno de forma llamada italiana con un dibujo a lápiz, que sin
mayores méritos estéticos pudiera, por economía discursiva, emparentarse con
una suerte de dadaísmo. Quizás ni él, destinatario y único conocedor del
pliego, entendía bien a bien el sentido del esfuerzo gráfico, ni lograba
completar un significado concreto a partir de las líneas, a no ser la idea de
que fue dibujado para él como una muestra discreta y críptica de amor, o al
menos de afecto. Él sacó el dibujo de debajo de la carpeta de su escritorio y
recordó la única vez que volvió a ver a la dibujante inédita después del día en
que ella plasmó el dibujo. El mismo que entregó en mano antes de marcharse para
siempre. Sobre ese encuentro él anotó al reverso del dibujo con letra script,
dejada en tinta sepia: “Me hablas casi en verso de la luna, la llenas de amor,
dolor y nostalgia. Dices que la realidad, por mera coincidencia, es así, es
todo lo que no pensamos que sería y que el final es lindo.” De inmediato pensó
llevar a sus últimas consecuencias esas notas y poner en versos plenos ese
mensaje. Ensayó: “Me hablas casi en verso/ encuentras/ la luna/ llena/ de amor/
no sin dolor, no sin nostalgia//Así es/ denuncias/ la realidad:/ la vida es
todo lo que no pensamos que sería/ el final es lindo”. ¡Hacer un poema sobre la
luna!, y detuvo la escritura tras decirlo. Si bien el ridículo solía
acompañarlo al leer en voz alta en soledad, ello no conjuraba su temor y su
aversión por la cursilería, y siempre pensó que escribir poemas a la luna era
una tarea de suyo cursi. Sabía que era una cuestión de apreciación. Allí estaba
el caso de él, quien por sus hábitos literarios y sus preferencias poéticas
siempre fue visto como un cursi por quien no tenía contacto con el mundo de las
letras, y, a la vez, por eso mismo. pero ahora por quienes sí estaban
adentrados en el campo literario, era visto como un radical, un marginal, que
solía estar casi siempre con las estridencias y las discontinuidades, que no
son más que las vanguardias mientras permanecen como vanguardias, pues dejan de
serlo en tanto que dejan los márgenes y son admitidas en los centros de
legitimidad. Él recusaba entonces de esos centros y los enterados lo sabían.
Pero eran pocos quienes lo entendían, y para casi todos era un tipo pretensioso
que se hacía pasar por elegante o refinado por el mero hecho de cargar libros o
incluir versos en sus conversaciones o colgar fotografías de poetas en las
paredes de su habitación de juventud. Pero él no era un persecutor de la
elegancia, era un tipo que buscó la libertad en la discreción y que ahora al
fin esplendía por toda su modesta vivienda.
Cuatro
meses después del día en que leyó a López Velarde, se despidió de Martha. No le
permitió regateo alguno a su idea de dejar el empleo. Sólo lo lamentó por ella.
Le prometió, falsamente, que pronto conseguiría un reemplazo que contaría, con
toda seguridad, con la aprobación de ella. Martha interpretó que Mario estaba
lleno de aflicciones y que no estaba en condiciones de seguir con el empleo, ni
con conseguir un substituto. Le pidió que leyera, como despedida, el comienzo
de Ana Karenina. “Todas las familias se parecen unas a las otras, pero cada
familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada…”, comenzó
la lectura con desasosiego que pronto se mudó en pasión. Martha se despidió con
un apretón de manos, como si quisiera insuflar un alivio a un moribundo o a un
exiliado, como si el ciego fuera Mario y le deseara suerte para sortear los
peligros que la invidencia pone en las calles. Sin aceptar la última paga por
su labor, Mario salió con lentitud, con desconfianza, como si en verdad hubiere
perdido la vista y partiera a la muerte, al exilio o al filo de la banqueta.
Con
la plenitud de la desocupación, Mario casi no salía de casa. Remilgaba el
intercambio de saludos con la gente que topaba a su paso cuando se veía
precisado a salir. Dejó de leer nuevos textos y se dio a la relectura. Afinaba
la voz con versos modernistas. Se dio a la tarea de escribir un poema de largo
aliento sobre la luna. Para justificarse, se creó un heterónimo. De noche el
heterónimo escribía el poema y de día él escribía la biografía del heterónimo.
Buscaba inspiración en libros que comenzó a subrayar y en boleros obsoletos,
que empleaba como contraste para librarse del esnobismo y el romanticismo
ramplón. Pasaba las tardes conversando y discutiendo el poema con el
heterónimo. Le pedía que hiciera un esfuerzo por meter en alguna estrofa la
imagen del dibujo de la media hoja de cuaderno de forma llamada italiana.
Un par de meses después, el poema
estaba terminado y satisfacía de alguna manera a Mario y al heterónimo. Leyó a
toda voz el capítulo cuatro de El mono
gramático, y ya plenamente convencido de la paradoja que denuncia, Mario
metió una copia de los cuatrocientos cincuenta y ocho versos que integraban el
poema escrito a manera de silva americana en un sobre amarillo tamaño carta, lo
llevó al correo y lo mandó a la dirección de la casa en donde aquella autora
del dibujo vivió en la ciudad mientras hizo sus estudios en la Facultad de
Letras. Cuidó no poner remitente. Volvió a casa, siguió leyendo durante largos
lapsos del día y a veces salía y se pasaba por la oficina de inspectores
municipales para conversar con algunos de sus viejos amigos. De vez en cuando
visitaba también a Martha y hasta le leía un poco a título gratuito. Le gustaba
recibir los telefonemas de Mario. Reía mucho con Chesterton. Hacía lecturas
dramatizadas para sí mismo con poemas y entremeses de Sor Juana. Coleccionó
exlibris con imágenes o referencias de ángeles. Llegó a trocar libros con
libreros de ocasión. Adoraba escuchar el bufar de la cafetera. Miraba de noche
el cielo y trataba de calcular los años que se estaban viviendo en algunas
estrellas que llamaban su atención. Hizo enmarcar el dibujo y lo colgó en su
habitación. Nunca más conversó con el heterónimo ni leyó más el poema de largo
aliento. Una mañana de junio, leyó en voz alta algunos nocturnos de Villaurrutia,
cerró los ojos para repetirlos de memoria, se quedó dormido y murió sin
sobresaltos, con una mueca de orgullo auténtico.