mayo 20, 2017

El dibujo

Debe el amor vencer,
vencerlo todo.
La muerte y la cursilería
Eduardo Lizalde
Tan pronto se sintió observado, bruscamente cerró el libro. Un modesto ejemplar de un clásico inglés que leía desde casi veinte minutos atrás. Se dio cuenta de que no sólo aquel joven con facha de estudiante, sino todos los que cruzaron delante de aquella banca habían fijado su mirada en él: un solitario viejo en un parque que a media mañana leía en voz alta.
            Intentó regresar a su tarea y recomenzó: “Una de las pocas ventajas que tiene la India comparada con Inglaterra es la gran facilidad para conocer a las gentes”. Enseguida concluyó que el absurdo era irremediable y regresó a su apartamento.
            Recordó los días remotos en los que leía para Emilio. Cuando éste no acababa por completar los entendimientos de la lengua y se quedaba escuchando o pareciendo escuchar los versículos de José Carlos Becerra o algún cuento de Inés Arredondo. O cuando Emilio, ya hablante, pedía que le leyese de nueva cuenta las vicisitudes de cronopios y de famas o cuando Emilio lograba fijar, brevemente, su atención en el comienzo de Altazor, quizás hasta desviarse a pensar qué sería un paracaidista o una mirada auténtica de pichón.
            Como, recién, las costumbres de Mario mudaron en amenazantes tareas desprovistas de premura, se pensó que la jubilación había baldado su vida irremediablemente. Se le notaba más taciturno que siempre, menos sociable y, desde luego, empobrecido. Nadie alcanzaba a apreciar una oportunidad gozosa para librarse de todos esos años de vida de oficina. Para Mario, amén de detestar en secreto la corbata y las formalidades más acartonadas, el mundo de la burocracia importó sólo un medio eficiente para vivir con holgura, para ganar un lugar de cierto privilegio, hasta el punto de hacerse de una imagen de funcionario convencido y feliz de participar con relativo éxito de los meandros del servicio público. Tan pronto Emilio se marchó, Mario dejó la jefatura de inspectores municipales. Ahora vivía de una minúscula pensión de jubilado y de la amplia ganancia de tener la disposición para leer a toda hora.
            Cuando aceptó la oferta de trabajo de Martha, dudó tan sólo en razón del temor de acabar en un cuidador de la ceguera de ésta o llanamente en cuidador de Martha. Temía a ese cabo, pero el empleo en concreto le parecía extrañamente adecuado. Acudió puntual a la casa de Martha la primera tarde de agosto del año de la partida de Emilio. Pensó no llevar libro alguno, en espera de que ella tendría ya elegidos los textos o al menos el primero que habría de acometer, pero al final sus hábitos previsores le hicieron acompañarse de la edición del día anterior de El Despertador y un antología de cuentos apreciados por Julio Cortázar.
            —Es usted puntual, don Mario —dijo Martha, como si al decirlo comprobase la hora en el reloj de pared que presidia la estancia—.
            Mario tomó su mano y dispensó un saludo cordial:
            —Estoy a sus órdenes, supongo que tendrá algo en particular para comenzar.
            —No en realidad, ¿qué tenía usted en mente?
            —A lo mejor, Martha, quisiera usted saber de las notas del diario.
            —Tiene razón, quizá sería bueno escuchar alguna columna de interés, ¿qué sugiere?
            —Y Mario leyó una colaboración que se publicaba cada viernes, a manera de sátira sobre las convenciones conservadoras.
            Casi sin justificarse, leyó “Un sueño realizado”. Terminó con un capítulo de El mono gramático, que Martha sugirió y le indicó cómo podría alcanzarlo del librero de la estancia. Salió de la casa, tomó un autobús y una hora después llegó a su apartamento. Puso a sonar una versión lograda de las suites de Bach para violonchelo solo, mientras las paradojas de Octavio Paz seguían bien fijas en su cabeza.
            La costumbre de leer en voz alta fue una práctica recurrente para él. Desde siempre, cada que pudo trabar una amistad, Mario se aprovechó de ella para leer notas del periódico, poemas, cuentos o fragmentos de novelas. Hubo las veces en que el escuchador agradeció los textos y hubo los casos en que sólo por consideración se aguantó el embate del lector solícito. También estaba el reiterado hábito de leer en voz alta poesía de madrugada. Si bien la escena está obviamente recargada de falso romanticismo, el motivo sólo estaba en percibir a plenitud la musicalidad propuesta. Mario no desconocía los poderes que la lectura silenciosa históricamente trajo a los lectores, el espacio de intimidad que les concedió y las libertades que puso a su disposición. De hecho, el mundo de Mario estaba fundamentalmente en pos de esas libertades. Mario tenía una vida libresca que en mucho superaba a la vida que suele llamarse vida a secas. Siempre hizo y deshizo a partir del mundo ficticio que cultivó desde pequeño. Cuando niño, se hizo de la costumbre de leer notas periodísticas que reconstruía paciente y abruptamente al punto de no poderlas compartir con nadie más. Casi nunca las puso por escrito.
            Al cabo de un mes de lecturas para Martha, Mario se sentía tan contento con el empleo que le llevaba a un mudo gozo que decaía por las noches en melancolía. Una de esas noches, Gustav Malher entraba en sus oídos con un pálido acento que Mario remató con la lectura de la interminable zaga de Cirabel. Leyó en voz alta cada verso del tomo enorme. Con ello llegó un lapsus de felicidad que trajo el recuerdo de una relación amorosa a la que frustró el recato. Buscó sin éxito Caro victrix. Repitió de memoria, entonces, los versos a Jidé. Y se marchó a la cama.
            Al día siguiente, llegó a cumplir con su nuevo oficio. Sólo leyó a López Velarde. La notoriedad de su melancolía se hizo presente en Martha, en uso de los poderes que deben acompañar a los ciegos. Ésta preguntó si tenía noticias de Emilio. Y él respondió que sí, que Emilio estaba de maravilla. Usó esa expresión para cortar con el zumo de la cursilería la veta por donde ella quería abundar en la tristeza del lector a sueldo. Se marchó enseguida, y se fue a casa en un autobús que tomó frente a la plaza de armas, con la intención de hacer más largo el trayecto. Fue leyendo a Guadalupe Netel. Buscaba en esa sórdida historia un punto de entendimiento de lo que pasaba con él. No aspiraba a hallar experiencias, tan sólo palabras que le permitieran nombrar, tan sólo para sí mismo, la intensidad que le dejó el recuerdo de un pasaje de su biografía que de súbito extrajo de su memoria. Una efervescencia sorda en su vida que desde fuera resultaba un episodio anodino dentro de su larga carrera de parquedad. Cualquiera que quisiera contar sus días encontraría a la rutina reinando a plenitud. Era el caso de una víctima de la ausencia de obligaciones. Era un viejo con facha de viejo, un rostro serio que tendía a lo huraño, aunque con modales amables y formas sensibles, de esas que no se es posible deshacerse con facilidad. Desde el interior, todo parecía completo, abarrotado, era un mundo acotado por estantes repletos de libros, su única heredad.
            La vuelta a casa trajo a él otra vez ese recuerdo que comenzaba por la melancolía y se intensificaba hasta variar en la felicidad. Una alegría lejana, cercenada, casi ajena, que le llevaba a una situación de un gozo extraviado. Y las razones para poder nombrar el curso de esa emoción no lo halló en ningún libro. Esta ocasión lo hizo por conducto del solitario vestigio material que quedó de aquellos días: un trozo de papel, un rectángulo que correspondía a una mitad de hoja de cuaderno de forma llamada italiana con un dibujo a lápiz, que sin mayores méritos estéticos pudiera, por economía discursiva, emparentarse con una suerte de dadaísmo. Quizás ni él, destinatario y único conocedor del pliego, entendía bien a bien el sentido del esfuerzo gráfico, ni lograba completar un significado concreto a partir de las líneas, a no ser la idea de que fue dibujado para él como una muestra discreta y críptica de amor, o al menos de afecto. Él sacó el dibujo de debajo de la carpeta de su escritorio y recordó la única vez que volvió a ver a la dibujante inédita después del día en que ella plasmó el dibujo. El mismo que entregó en mano antes de marcharse para siempre. Sobre ese encuentro él anotó al reverso del dibujo con letra script, dejada en tinta sepia: “Me hablas casi en verso de la luna, la llenas de amor, dolor y nostalgia. Dices que la realidad, por mera coincidencia, es así, es todo lo que no pensamos que sería y que el final es lindo.” De inmediato pensó llevar a sus últimas consecuencias esas notas y poner en versos plenos ese mensaje. Ensayó: “Me hablas casi en verso/ encuentras/ la luna/ llena/ de amor/ no sin dolor, no sin nostalgia//Así es/ denuncias/ la realidad:/ la vida es todo lo que no pensamos que sería/ el final es lindo”. ¡Hacer un poema sobre la luna!, y detuvo la escritura tras decirlo. Si bien el ridículo solía acompañarlo al leer en voz alta en soledad, ello no conjuraba su temor y su aversión por la cursilería, y siempre pensó que escribir poemas a la luna era una tarea de suyo cursi. Sabía que era una cuestión de apreciación. Allí estaba el caso de él, quien por sus hábitos literarios y sus preferencias poéticas siempre fue visto como un cursi por quien no tenía contacto con el mundo de las letras, y, a la vez, por eso mismo. pero ahora por quienes sí estaban adentrados en el campo literario, era visto como un radical, un marginal, que solía estar casi siempre con las estridencias y las discontinuidades, que no son más que las vanguardias mientras permanecen como vanguardias, pues dejan de serlo en tanto que dejan los márgenes y son admitidas en los centros de legitimidad. Él recusaba entonces de esos centros y los enterados lo sabían. Pero eran pocos quienes lo entendían, y para casi todos era un tipo pretensioso que se hacía pasar por elegante o refinado por el mero hecho de cargar libros o incluir versos en sus conversaciones o colgar fotografías de poetas en las paredes de su habitación de juventud. Pero él no era un persecutor de la elegancia, era un tipo que buscó la libertad en la discreción y que ahora al fin esplendía por toda su modesta vivienda.
            Cuatro meses después del día en que leyó a López Velarde, se despidió de Martha. No le permitió regateo alguno a su idea de dejar el empleo. Sólo lo lamentó por ella. Le prometió, falsamente, que pronto conseguiría un reemplazo que contaría, con toda seguridad, con la aprobación de ella. Martha interpretó que Mario estaba lleno de aflicciones y que no estaba en condiciones de seguir con el empleo, ni con conseguir un substituto. Le pidió que leyera, como despedida, el comienzo de Ana Karenina. “Todas las familias se parecen unas a las otras, pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada…”, comenzó la lectura con desasosiego que pronto se mudó en pasión. Martha se despidió con un apretón de manos, como si quisiera insuflar un alivio a un moribundo o a un exiliado, como si el ciego fuera Mario y le deseara suerte para sortear los peligros que la invidencia pone en las calles. Sin aceptar la última paga por su labor, Mario salió con lentitud, con desconfianza, como si en verdad hubiere perdido la vista y partiera a la muerte, al exilio o al filo de la banqueta.
            Con la plenitud de la desocupación, Mario casi no salía de casa. Remilgaba el intercambio de saludos con la gente que topaba a su paso cuando se veía precisado a salir. Dejó de leer nuevos textos y se dio a la relectura. Afinaba la voz con versos modernistas. Se dio a la tarea de escribir un poema de largo aliento sobre la luna. Para justificarse, se creó un heterónimo. De noche el heterónimo escribía el poema y de día él escribía la biografía del heterónimo. Buscaba inspiración en libros que comenzó a subrayar y en boleros obsoletos, que empleaba como contraste para librarse del esnobismo y el romanticismo ramplón. Pasaba las tardes conversando y discutiendo el poema con el heterónimo. Le pedía que hiciera un esfuerzo por meter en alguna estrofa la imagen del dibujo de la media hoja de cuaderno de forma llamada italiana.

            Un par de meses después, el poema estaba terminado y satisfacía de alguna manera a Mario y al heterónimo. Leyó a toda voz el capítulo cuatro de El mono gramático, y ya plenamente convencido de la paradoja que denuncia, Mario metió una copia de los cuatrocientos cincuenta y ocho versos que integraban el poema escrito a manera de silva americana en un sobre amarillo tamaño carta, lo llevó al correo y lo mandó a la dirección de la casa en donde aquella autora del dibujo vivió en la ciudad mientras hizo sus estudios en la Facultad de Letras. Cuidó no poner remitente. Volvió a casa, siguió leyendo durante largos lapsos del día y a veces salía y se pasaba por la oficina de inspectores municipales para conversar con algunos de sus viejos amigos. De vez en cuando visitaba también a Martha y hasta le leía un poco a título gratuito. Le gustaba recibir los telefonemas de Mario. Reía mucho con Chesterton. Hacía lecturas dramatizadas para sí mismo con poemas y entremeses de Sor Juana. Coleccionó exlibris con imágenes o referencias de ángeles. Llegó a trocar libros con libreros de ocasión. Adoraba escuchar el bufar de la cafetera. Miraba de noche el cielo y trataba de calcular los años que se estaban viviendo en algunas estrellas que llamaban su atención. Hizo enmarcar el dibujo y lo colgó en su habitación. Nunca más conversó con el heterónimo ni leyó más el poema de largo aliento. Una mañana de junio, leyó en voz alta algunos nocturnos de Villaurrutia, cerró los ojos para repetirlos de memoria, se quedó dormido y murió sin sobresaltos, con una mueca de orgullo auténtico.

mayo 02, 2014

Preludio sin fuga



Aguardaba con la esperanza quieta
del que lleva los boletos del tren
dentro de la bolsa de la camisa.

No pude ver ni nada me dijeron
la jacaranda que no amorataba,
las campanas detenidas del reloj,
la azulada negrura arrepentida
de la parvada que vuelve el trayecto.


La perorata que fueron tus ojos
sentenció que no volverías conmigo:
noctámbula apología de un fracaso;
contrapunto que propagó la herrumbre,
puso en sepia la noche
   y oxidó las farolas.

La calle se volvió
                        un cinema a dos horas
de la última función,
cuando el conserje apaga la luz
pasa doble llave y se marcha a casa.

Y no hubo más que regresar:
decir a la portera que tomaba
de nuevo el cuarto,
guardar las boletas de empeño,
desempacar la vida
y acomodarla en el armario.

enero 31, 2013

Punto doc





Hay veces que ya no puedo con tanta
tristeza, y entonces te recuerdo.
Pero no eres tú. Nacieron cansados
nuestro largo amor y nuestros breves
amores; los cuatro besos y las cuatro
citas que tuvimos. Estamos tristes.
Rubén Bonifaz Nuño

Abro los ojos y me encuentro con tu espalda. Te rodeo con mis brazos, te hago despertar, voltear, hasta que topo con tu cara y me pongo a decirte ‘te amo’. Mi aliento te hace poner una breve mueca, casi inaudible, pues enseguida destuerces la cara hasta dejar tu boca en una media sonrisa. No me dices nada. Te vuelves hacia la ventana y te acurrucas sin mí. En el reflejo del vidrio veo una cara en la que yo leo la seguridad de que me tienes para siempre. Me levanto sigiloso, vuelvo a la cama, me meto con cuidados extremos entre las sábanas.
            Pasados unos quince minutos te levantas de prisa, corres al baño, te cepillas y vuelves para besarme. Te marchas a preparar el desayuno y yo me quedo sin ti, mirando el empastado del techo. Y te recuerdo. A unas butacas de la mía, cuando te conocí, sin poder ver tus ojos. Esas gafas humeadas, esos ropajes tan excesivos para tu talla, ese escondite perfecto. De cualquier forma, yo supe desde siempre que tu mirada  húmeda, por el recuento interminable de las causas de tu nostalgia crónica, esa que empleabas como pretexto para darte a la farra. Era una lucha, la tuya, emprendida con güisqui y cerveza en contra de fantasmas. La delicia de verte siempre silente, hasta que los tragos te hacían hablar. Y, entonces, escucharte perorar sobre tus interminables y siempre consistentes posturas políticas, aderezadas con dosis discretas y punzantes de humor negro. Tus entrañables discusiones con meseros.
            Me llamas a gritos, frunzo el ceño, sabes que odio los gritos, así sean con móviles alimenticios o románticos. Me vuelvo a los recuerdos y me pongo feliz. Ya no me importa tener que desayunar hot cakes con miel artificial. Más petróleo azucarado, te digo, y te ríes con los ojos. No hay remate con cereza, ni formas de corazón. No me hablas. Mascas mientras lees el diario de ayer. Casi no como. Te arranco el suplemento de viajes. Te imagino tumbada al filo del Pacífico, pensando en el anochecer en una isla del lejano oriente, rumiando versos de Li Po traducidos al inglés. Te propongo regresar a la cama, me dices que estás cansada. No hablo de sexo, sino de amodorramiento, pero nada te aclaro. Me fastidia tu ritmo con el que friegas los platos. Me prendo un cigarro y vuelvo sobre un texto que abunda sobre mausoleos de pretéritos poetas persas.
            Dejas los quehaceres y calas de mi cigarro. Me plantas la media sonrisa a casi golpe de nariz. Vamos a caminar, me ordenas. Me animo. Charlamos de tu tesis, busco observaciones punzantes, pero nada te enciende. A la vuelta, me pides que saque la basura y te plantas frente al computador. Te aprovisionas de tabaco y abres la ventana. Ya no quiero mirarte. Mejor te recuerdo. Comprendo que no escucho ni el tic tac del teclado. Termino esta nota, doy “guardar como”, y preservo el documento como Sueño del 14-11-2000.doc. 

septiembre 05, 2012

Inseparables




Recogió sus piernas y se prendió un cigarro. Creo que sólo fumaba después de tener sexo.  Se quedó sin decir nada. Tenía una sonrisa a la mitad del descaro y la inocencia. Más que complacida parecía que sus mejores recuerdos estaban pasando por su mente. Yo deseé estar en esas hebras de su memoria. No quise romper su transe y me puse a recordar por mi cuenta. Y no fumé.
            Como en los boleros más atípicos, nos reconocíamos gratamente. Era claro que su cuerpo resentía esa década de por medio, pero su piel y su actitud paradójica seguían intactos. Recordé cuando ella me contaba, sin motivo ni necesidad aparente, de sus días anteriores:
            —¿Sabes por qué me casé la primera vez?
            —No
            —Me casé por caliente
            Y yo me la imaginaba teniendo sexo apurado, de pie y sin quitarse la ropa. Ella lo contaba sin pudor. No había en ella culpas ni cuestionamientos morales, tampoco eran gestos de confianza o sinceridad extremas. Era sólo el recuento de algo que escapaba a las reglas o las convenciones. La virtud narrativa de exponerse con gracia e impunidad.
           Más allá de la fascinación por sus lances verbales, no quería irme, deseaba haberme rendido a la lógica emocional de esa propuesta que me hizo ella, hace años, en ese mismo motel: “Me gustaría quedarme a vivir aquí, contigo”, pero esta vez no me puse a reír, y me limite a recostarme en sus piernas, como para colmarme de su desvarío.
       Estábamos allí, en medio de la felicidad que deja el aferrarse al instante, el momento en el cual dos líneas rompen la paralela y se juntan, el instante en el que dos puntos se unen para desunirse de inmediato. Mis ansias me llevaron a lanzar una botella al mar, sin fastidio ni esperanzas:
            —¿Por qué no hacer algo por estar juntos?
        Me devolvió la mirada con la justa dosis de hondura y desparpajo, para preguntarme:
            —¿Has visto alguna vez un video de Jaqueline Dupré y Daniel Bareinboing?
            —Tengo un disco
         —No, no es un asunto de música, o quizás lo sea, pero no viene al caso. Búscalo y mira sus ojos. Allí yo he visto el amor. Y luego, ya conoces la historia, la mierda se lo llevo todo: la enfermedad, la locura, la huida, la compasión. No nos dejaron nada. Todos lo censuran, pero él hizo lo correcto. Es mejor marcharse que prolongar una cita con el infierno. Y yo te quiero a ti conmigo sólo en el cielo.
          —Y no crees que todavía Bareinboing despierta a media noche, porque no consigue dejar de enloquecer con el compás del chello —le dije, con la poca seguridad que me quedaba.
            —De ser así, nada ha podido separarlos.
       Esta vez su locuacidad me supo a ruina. Esta vez el aguijón de siempre había descargado alguna forma química del odio. Pero pronto comprendí cuál era su apuesta. Sabíamos que no podíamos estar juntos para siempre, en el sentido corpóreo y domésticos de la expresión. Por otra parte, comprendíamos perfectamente que estábamos destinados a seguir atados de por vida. No me fue fácil llegar a aceptar esa conclusión: llevar nuestro rotunda empatía a lugares distintos, a donde pudiéramos pagar desde el alejamiento nuestras recíprocas culpas, a purgar la condena de no encajar en ninguna parte. Una idea simple, poderosa y ruin.

        Hasta entonces comprendí la mejor versión de ella misma: el humo del cigarro que se escapa sin remedio. Uno cala con fe; el humo se va; uno piensa que se pierde, pero algo queda; aunque uno siempre fuerce a no saberlo. Y ella era eso: el hábito del que no se escapa; la herrumbre impune que queda en los pulmones. Ya no dije nada. Nos marchamos casi sin hablar, fumando del mismo cigarro.



agosto 14, 2012

Tarde, pero decididamente




Después de tirar la tercera colilla, comprendió que la abertura que concedió no fue suficiente. Hizo descender por completo los cristales de las ventanillas delanteras; el viento deshizo con poca dificultad la nube de humo de tabaco. El aire en la cara le devolvió la conciencia de la espera. Miró la hora en el celular y quiso calcular una posible demora, mas no pudo ubicar hace cuánto había llamado. Encendió la radio y encontró un vacío pernicioso en todas las emisiones.
            Cuando estaba por comenzar otro cigarro, lo miró apostado junto al auto. Pensó saltar al asiento de junto para que él se acomodara en el del conductor, pero mejor se le quedó mirando y ensayó la sonrisa que le fue posible. Él dio vuelta por el frente, franqueó la puerta, abordó y le saludó, sin remarcar el beso en la mejilla derecha. De inmediato advirtió el olor a cigarro y la desazón de Alicia:
            —¿Cómo estás?
            —Bien, muy bien —devolvió ella de inmediato—
            —No te recuerdo de fumadora.
           —A veces conviene remover la rutina —como si la premura escondiera su estado y baldara el olor—, Sé que te extrañó mi llamada, necesitaba verte, quería hablar contigo, admito que no es común que después de tanto tiempo de no vernos te saque del trabajo, así como así, pero, necesitaba verte.
            Alicia pensó en decirlo todo, exponerse, contar que recién había terminado una relación amorosa de la que nadie tenía noticia; que estaba desecha; que no tenía ganas de seguir; que ese fracaso la había colocado al borde; que no tenía a nadie a quien confiarle esto; que necesitaba ser escuchada, y que sólo pensó en él. Era absurdo que recurriera a alguien con quien también, si esto es posible decirlo así, había fracasado, con quien no guardaba ya ningún lazo; pero que, ante la situación, prefirió llamarle, por patética e indigna que fuera la opción. Pensó también en contarle de su frustración, de la convicción de su pobreza personal, de su certeza de que en ella estaba la causa de la ruptura. Deseó contarle del diagnóstico que alcanzaba hacer de su vida; de la atribución que hacía de su ruina emocional a sus propias constricciones —el dominio que las convenciones ejercían sobre las pulsiones—; del hartazgo de ser una oficinista eficiente, sin recompensas en el tráfico de la popularidad baladí. Con esa determinación es que le llamó. En cambio, no dijo nada de eso, asumió una postura resuelta y le dijo:
            —Mira, Daniel, yo sé que entre tú y yo no hay nada, que nunca lo hubo, pero hoy me levanté y pensé que mi vida es muy rutinaria, que debería dar un vuelco, que no se vale que viva todos los días igual, que hoy debería intentar algo diferente, no sé bien a bien cómo ande tú vida, pero simplemente quise verte.
            Alicia tomó la mano derecha de Daniel y le miró con la mayor fortaleza que pudo traer a los ojos. Alicia no lo dijo, pero con ese guiño táctil cambió la necesidad de expiarse mediante la confidencia por el impulso de romper con el derrotero que había seguido hasta ahora, de volverse otra, de aceptar que recusaba volver a ser la inédita mujer que se limitaba a completar cabalmente y antes que nadie las cuentas auditadas: quería explicar las razones de una transformación ineludible para arrancarse esas ganas de quitarse la vida. Lo común para la idea detrás de esa frase tan hecha —“quitarse la vida”— pasa siempre por meterse un tiro en la sien o saturar la sangre con barbitúricos; mas para Alicia se trazaron alternativas, como limitarse a quitarse de una vida y emprender otra. Nada de eso comprendió Daniel.
            Él recorrió súbitamente los ocho años trascurridos desde que conoció a Alicia. Por coincidencia, ingresaron juntos a trabajar a la oficina recaudadora de rentas fiscales. Ella siempre fue una joven espigada pero empequeñecida por la timidez y su desapego de las convenciones más triviales, de esas prácticas de vida cotidiana que abren paso en el mundo de las oficinas. El desaliño y la introversión completaban una existencia marginal. Cuando salieron juntos de una fiesta, hará unos cinco años, Daniel intentó pasar una noche con ella. No escondió las cartas, sabía que era difícil conseguirlo, pero no perdía nada. Las suposiciones se confirmaron, Alicia buscaba mucho más y no hallo nada, rechazó el sexo y ambos se guardaron las intensiones. Un par de veces más se encontraron y nada más siguió. Daniel desde entonces supo de las constricciones de Alicia, pero conoció, así sea superficialmente, de las hondas magnitudes de Alicia: una mujer cultivada, afín a la literatura y la alta estética del arte. Sin duda que Daniel empataba en ese mundo, o más bien el mundo de Alicia concertaba con Daniel, pero él no estaba dispuesto a compartir nada con nadie, tampoco con ella. En el fondo rehuía una relación estable con alguien; en especial, le aterraba la cercanía en intereses profundos. Nunca la imaginó de otro modo que no fuera el más romo posible, nunca volvió a perseguir la idea de estar con ella. Sus respectivos encargos en el trabajo no forzaban a mantener contacto. Se limitaban a cambiar saludos comprometidos en encuentros de pasillo. Por lo demás, Alicia nunca daba de qué hablar, su presencia en la vida de Daniel era generalmente nula.
            A Daniel la sorpresa de ser tomado de la mano le confundió más. No sabía a qué se debía todo ello. Cuando colgó el teléfono y salió a su encuentro sólo le movió la curiosidad. Cuando la encontró desencajada y la descubrió fingiendo sonrisas y ofreciendo quién sabe qué clase de nuevas experiencias, se embrolló más. Las frases de Alicia parecían tener un sentido teatral que no acababan por revelar nada. Sin embargo, se subió a las tablas y puso cara de estar de acuerdo con lo que fuera que significara la escena.
            Alicia dio marcha al vehículo, se dirigió a la avenida más próxima, hacia el extremo sur de la ciudad, entró bruscamente en uno de los nuevos moteles del rumbo. Casi no se besaron. Al volverse a poner la camisa, Daniel advirtió que todavía era hora de volver al trabajo. Calculó volver juntos a la oficina, justificar la ausencia, esperar la hora de salida e ir a cenar con ella. Todavía no entendía nada de lo que había sucedido, nunca supuso del trance de Alicia, ni siquiera la imaginaba expuesta a los naufragios sentimentales, ya que no la podía ubicar en ninguna relación amorosa, la situaba negada para tener si quiera una aventura. Tampoco creyó nada de lo poco que ella le dijo esa tarde. Contra todas sus pautas, las secuelas del encuentro le animaban a seguir estando cerca de Alicia. Daniel deseaba charlar de la novela latinoamericana, gastar bromas culteranas y hasta exponer sobre su vida. La confusión le dotaba del deseo de no quedarse al margen, de incidir en la trama.
            Alicia seguía tumbada en la cama: sardónica, dijo que no se marcharía. Habló de empezar tarde, pero decididamente, una vida de putería. Daniel se echó a reír, como para completar la broma, el desplante de Alicia lo había vuelto todo más abstruso. Ella prendió el televisor y se sumergió de inmediato en una película de mediados del siglo XX. Cubierta de sábanas blancas, el pelo crespo enrarecido, Alicia no parecía una desvariada, ni una impostora, y ya tampoco parecía una actriz. Ignorado, Daniel no dijo nada más. Se marchó caminando. El olor a tabaco de la cabellera de Alicia lo acompañó en el trayecto.
            Daniel se abstuvo de sumarse a los corrillos de oficina que conjeturaban sobre la inexplicable desaparición de Alicia. Dejó el cigarro, y omitió intercambiar saludos con la espigada contadora que tomó el puesto de Alicia. 

julio 18, 2012

La salida


Puesto de naranjas, Axochiapan, Morelos, Mariana Yampolsky


Yo seré a tu lado,
silencio, silencio,
perfume, perfume,
no sabré pensar,
no tendré palabras,
no tendré deseos,
sólo sabré amar.
Alfonsina Storni, Oye

Poco más de dos horas le llevó recorrer las tres salas. Se sentó en una banca rigurosamente recta. Se asomó al tablón del asiento y pudo ver su cara reflejándose. Fue certera al disparar sus ojos sobre sus propios ojos: se vio infantil, empobrecida, acompañada pero indefensa, con la mejilla en reposo sobre alguien. Parecía la hija que no había tenido, pero era ella misma. Ya no necesitó volver a las impresiones en blanco y negro de Mariana Yampolski, estaban ahí, en ella, su desamparo y su precariedad. Ahora tenía la respuesta que buscó todos esos años: “Me siento vaporosa, rodeándolo todo sin asir nada”. Cerró sus ojos y recordó su infancia en el pueblo, el polvo inundando sus pies. Suspiro poco.

         Después de algunos minutos se puso en marcha y se fue del Museo Nacional. La lluvia arreciaba conforme ella avanzaba, pensó que si dejaba de apretar el paso quizás amainaría, pero el agua helada en la nuca le confirmó que no eran días de milagros ni coincidencias. Mejor se metió a una anquilosada cafetería de la calle de Guatemala. Resopló cinco o seis veces y bebió el café como una horchata, se prendió un cigarro, leyó por dos o tres cuartos de hora y se volvió a la calle con los versos de Storni en la cabeza.

         Deseaba no tener a donde volver, pero la falta de indulgencia de la mecánica cotidiana la hizo tomar el autobús preciso y luego el otro y finalmente avanzó por las calles de la colonia y franqueó la puerta. No deseaba huir de la humedad, pero se mudó por algo más cómodo. Se preparó un café más. Cuando bebía de la taza de todos los días, interrumpió el timbrazo sutil del teléfono y leyó que Mario demoraría otro poco. Escribió “ok” y mando de inmediato la respuesta. Se alisó el cabello, tomo la cámara, ignoró el disparador automático y comenzó a retratarse una y otra vez así misma, unas veces estirando al máximo el brazo y otras usando el espejo de encima del lavamanos. No encontraba en las fotos los ojos ni los recuerdos que halló en la banca del Museo Nacional.

         Se metió a la cama y pensó que era mejor que Mario la encontrara verdaderamente dormida. No quería hacerse la dormida, no deseaba repetir la humillación de saber que él se metía a la cama con la prudencia de quien llega a cumplir con puntualidad una farsa conveniente. Pero el café habría hecho su trabajo y se revolvió una y otra vez en la cama. Amaba tanto a Mario como le fastidiaba la imposibilidad de hacerle reproches.

         Los recuerdos de otras noches la pusieron en píe. Era el momento de resolver todos esos años de herrumbre. Se duchó, se echó su vieja blusa de manta y esperó a Mario de pie, descalzada, a la puerta de la entrada.

         Tan pronto él entró, en ninguno de los dos pudo esconderse el asombro. Se miraron con los ojos muy abiertos, de inmediato pensaron en una mutua rendición. No se dijeron nada. Se desnudaron sin paciencia y se besaron como en el principio. Casi no cerraron los ojos. Hubo dos o tres momentos en los que lograron reunirse a plenitud. Cuando todo concluyó, ella se acodó en la rodilla de él. Veinte minutos después, Mario se volvió a poner la ropa con la que llegó de la fábrica, vio a Inés con una tristeza inédita, miró la cámara fotográfica sobre la mesa y salió para siempre de la casa.

enero 29, 2012

Libros, amores y arañas




Sueño para el invierno
En el invierno viajaremos en un vagón de tren
con asientos azules.
Seremos felices. Habrá un nido de besos
oculto en los rincones.
Cerrarán sus ojos para no ver los gestos
en las últimas sombras,
esos monstruos huidizos, multitudes oscuras
de demonios y lobos.
Y luego en tu mejilla sentirás un rasguño...
un beso muy pequeño como una araña suave
correrá por tu cuello...
Y me dirás: «¡búscala!», reclinando tu cara
—y tardaremos mucho en hallar esa araña,
por demás indiscreta.
Arthur Rimbaud


Angel Zárraga (1907), La bailarina desnuda
Tan luego volvió de dejar a Juan en el colegio, se enfiló a la cocina y se negó a recoger la mesa y fregar los trastos. Se quedó sentada, formando un lento remolino con los restos de frijoles en el plato. Hubiera querido calar de un cigarro y acercarse una edición de El amor en los tiempos del cólera. Pero hacía años que no fumaba y no poseía esa novela entre sus poco libros. Miró por la ventana, deseaba ver un durazno sin hojas en medio de un descampado, pero ni el tanque de gas ni el tendedero vencieron el trance. Como pudo, recordó por su cuenta la historia de Fermina Daza y Florentino Ariza. 
Como es inevitable cuando la vida y la lectura se cruzan, Silvana no necesitó cerrar los ojos para armarse de anhelos y confiar en que podría quedarse en esa silla a esperar el día en que pudiera emprender el viaje fluvial que le devolvería los años y los besos que perdió cuando decidió volver a esa casa. 
Es más que sabido que las historias de amores truncos, de besos que no se dan, declinan invariablemente en amores platónicos, de eso en los que los amantes adquieren cualidades superiores, sustraídos de escenarios en donde aparece lo cotidiano helando las mañanas y sofocando las tardes. Pero nada de eso interesaba a Silvana. Ella sólo deseaba releer esas cartas que dejó expósitas, baldadas de destinataria, que no pudo responder. Y  sufrió la ausencia de las letras que ya no están. Se conformó con escuchar a Mecano con toda la distorsión que dejaba el encuentro de una copia pirata y un modestísimo par de bocinas de procedencia surasiática. 
Esa mañana pudo llorar y pudo salir a un encuentro, pero se atuvo a los cabos tejidos por García Márquez y mejor se quedó aterida, en el pleno domino de una postración que sólo para ella y para Fermina Daza podría asegurar un atisbo de esperanza. 
Así se dejó, abandonada al reposo, dueña de su silla, hasta que al fin pudo mirar el reloj, a penas a tiempo para salir de prisa y volver por el chico al colegio, a hacer ese recorrido diario, ese espacio en el que tendría que dejar para después el arte de confundir los besos con el andar de las arañas.