septiembre 05, 2012

Inseparables




Recogió sus piernas y se prendió un cigarro. Creo que sólo fumaba después de tener sexo.  Se quedó sin decir nada. Tenía una sonrisa a la mitad del descaro y la inocencia. Más que complacida parecía que sus mejores recuerdos estaban pasando por su mente. Yo deseé estar en esas hebras de su memoria. No quise romper su transe y me puse a recordar por mi cuenta. Y no fumé.
            Como en los boleros más atípicos, nos reconocíamos gratamente. Era claro que su cuerpo resentía esa década de por medio, pero su piel y su actitud paradójica seguían intactos. Recordé cuando ella me contaba, sin motivo ni necesidad aparente, de sus días anteriores:
            —¿Sabes por qué me casé la primera vez?
            —No
            —Me casé por caliente
            Y yo me la imaginaba teniendo sexo apurado, de pie y sin quitarse la ropa. Ella lo contaba sin pudor. No había en ella culpas ni cuestionamientos morales, tampoco eran gestos de confianza o sinceridad extremas. Era sólo el recuento de algo que escapaba a las reglas o las convenciones. La virtud narrativa de exponerse con gracia e impunidad.
           Más allá de la fascinación por sus lances verbales, no quería irme, deseaba haberme rendido a la lógica emocional de esa propuesta que me hizo ella, hace años, en ese mismo motel: “Me gustaría quedarme a vivir aquí, contigo”, pero esta vez no me puse a reír, y me limite a recostarme en sus piernas, como para colmarme de su desvarío.
       Estábamos allí, en medio de la felicidad que deja el aferrarse al instante, el momento en el cual dos líneas rompen la paralela y se juntan, el instante en el que dos puntos se unen para desunirse de inmediato. Mis ansias me llevaron a lanzar una botella al mar, sin fastidio ni esperanzas:
            —¿Por qué no hacer algo por estar juntos?
        Me devolvió la mirada con la justa dosis de hondura y desparpajo, para preguntarme:
            —¿Has visto alguna vez un video de Jaqueline Dupré y Daniel Bareinboing?
            —Tengo un disco
         —No, no es un asunto de música, o quizás lo sea, pero no viene al caso. Búscalo y mira sus ojos. Allí yo he visto el amor. Y luego, ya conoces la historia, la mierda se lo llevo todo: la enfermedad, la locura, la huida, la compasión. No nos dejaron nada. Todos lo censuran, pero él hizo lo correcto. Es mejor marcharse que prolongar una cita con el infierno. Y yo te quiero a ti conmigo sólo en el cielo.
          —Y no crees que todavía Bareinboing despierta a media noche, porque no consigue dejar de enloquecer con el compás del chello —le dije, con la poca seguridad que me quedaba.
            —De ser así, nada ha podido separarlos.
       Esta vez su locuacidad me supo a ruina. Esta vez el aguijón de siempre había descargado alguna forma química del odio. Pero pronto comprendí cuál era su apuesta. Sabíamos que no podíamos estar juntos para siempre, en el sentido corpóreo y domésticos de la expresión. Por otra parte, comprendíamos perfectamente que estábamos destinados a seguir atados de por vida. No me fue fácil llegar a aceptar esa conclusión: llevar nuestro rotunda empatía a lugares distintos, a donde pudiéramos pagar desde el alejamiento nuestras recíprocas culpas, a purgar la condena de no encajar en ninguna parte. Una idea simple, poderosa y ruin.

        Hasta entonces comprendí la mejor versión de ella misma: el humo del cigarro que se escapa sin remedio. Uno cala con fe; el humo se va; uno piensa que se pierde, pero algo queda; aunque uno siempre fuerce a no saberlo. Y ella era eso: el hábito del que no se escapa; la herrumbre impune que queda en los pulmones. Ya no dije nada. Nos marchamos casi sin hablar, fumando del mismo cigarro.



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