octubre 31, 2011

Planes literarios


No supe qué decir. De pronto me vino con todo ese rollo que, además de hacerme un monstruo egoísta, me quitó mi única certeza: la de saber lo que no quiero ser. Yo le dije que no, que no era algo personal, pero que eso no iba con mi condición actual, que estaba en un periodo de profunda expansión y que todo eso me iba muy mal por ahora, que se arruinaría mi trayecto. Muy ansiosa, me devolvió: Podrías hacerme el favor de decirme en cristiano qué es todo eso, en dónde está ese trayecto. Yo sólo alcancé a decirle que yo soy mis libros, mis lecturas, definitivamente. Y creo que fue esa palabra, “definitivamente”, la que más la irritó. Apenas me lo dijo, con odio de telenovela: pues entonces quédate con tus pinches libros. Se fue, y para no desentonar con el chiche: azotó la puerta. Sí, creo que por eso azotó la puerta, definitivamente.

Hasta ahora, pasados escasos cuarenta y cinco minutos del azote de puerta, lo único que saco en claro es que sí, a lo mejor esta vida de repente es terrible. O a lo mejor no. Ya ni sé. Yo nunca lo había visto así, pero me lo dijeron claramente sus ojos tras escuchar “definitivamente”. Por algo García Márquez odia formar adverbios con el sufijo “mente”.

Nunca lo había pensado, es hasta hoy que veo esta casa no es casa, sino un cuarto con una mesa, una cama y una parrilla. Nada más le falta estar en una azotea. Pero, ahora que lo veo, ya no puedo decir que vivo en una casa. Sé que es un extremo, pero a mí siempre me ha gustado llamar a las cosas por su nombre. No en balde me la he pasado desde la secundaria leyendo palabras comunes en el diccionario, para estar seguro de qué es lo leo y qué es lo que digo.

La verdad fue un abuso enorme azotarme la puerta. Aquí me tengo pensando que a mis treinta y pocos años mi vida se empieza a parecer a la de Bukowski, y que a lo mejor yo no quiero vivir eso. Pero yo estaba seguro de que esto era lo mío, lo supe desde que leí, cuando iba a la prepa, precisamente una novelita de Bukowski, no me acuerdo cómo se llama, era una edición carísima de Anagrama, que rompe el ritmo con sus españolismos del traductor. Qué fastidio tener esta idea de que ya no es tan conveniente esta vida. A lo mejor se pasa y se me quitan las ganas de ordenar este mugrerío. No me vaya a tomar en serio esto y hasta me den ganas de volverme con mi mamá. Eso fue una broma.

Elisa es siempre así. A mí, la verdad, me gusta mucho, adoro estar con ella, quiero decir, en todos sentidos, hasta en el sentido de estar nada más con ella en el asiento de junto en el microbús. Pero eso de venirse a vivir para acá o, peor, de yo irme para allá. Yo incluso me puedo ver con ella en diez o quince años en el asiento de junto del microbús, pero no más. Y si sólo le dije que no me latía esa onda, no sé por qué se mal viajó tanto, sí ya me conoce. No le voy a perdonar que me llame niño libresco, porque esa expresión parece sacada de un texto de pedagogía, y no se vale que con tantas lecturas se apropie de un discurso tan mamón, tan libresco, sí, mira, ya lo dije, pero sí es contagioso. Quiero decir, una expresión tan acartonada. Mejor me hubiera maltratado con algo de Parménides García Saldaña o de perdida con una chacotería de Arreola o un sinsentido de Ulises Lima o de Mario Santiago Papasquiaro, que creo es lo mismo. Por eso es que me armé de valor, de la poca memoria que conservo y alcance a decirle: “El Amor no es una ecuación mental,/ el Odio sí que raspa las rodillas/ enmudece labios / encanece niños”. Pero no apreció el gesto, el esfuerzo. Y buscó como herirme. Y lo peor: me hizo pensar en mí. En este cuarto. No tengo salida. Ya mañana la busco. Le exijo que me pida perdón y me no la dejo que se quede aquí, porque tengo que leer a Kerouac, para ubicarme, eso voy a decirle. Y claro que no voy a ordenar este cuarto, me voy a meter a releer La región más transparente, voy a encasillar a Elisa en uno de esos personajes burgueses, acartonados. Y así la voy a soñar toda la noche. Sí eso voy a hacer. Creo que ya estoy recuperando mi seguridad, ya veo este cuarto como una habitación insuperable. Ya después le llamaré, me ablandaré un poco, para que se deje de cosas y le aclaro que, eso sí, que no vuelva a reducirme a un guión de telenovela, ni que hable como pedagoga, y que nunca, nunca vuelva a decirle pinche a mis libros.

octubre 24, 2011

Terapia


Estaba más taciturna que de costumbre. Era la postal perfecta para la música azulada que sonaba entonces. Casi no sorbía de la taza de café. Se limitaba a pasar con reiteración su vista sobre las mismas páginas del tomo de Delante de la luz cantan los pájaros. Apenas alzó la vista para reconocerme. No me dijo, de ninguna manera, que me sentara. Y me senté frente a ella, en el extremo opuesto de la cuadrada mesa. Dejé mi mochila en la silla de mi derecha, para consumar la simetría que hacía el morral desbordado del asiento de su derecha. Me pedí un expreso y me le quedé mirando. No para forzar que dejara de leer o que leyera en voz alta. La mesera dejó la minúscula taza muy cerca de mi mano izquierda, y se marchó silente. Tan luego olió el expreso, sin alzar la cara, levantó la vista, enfocó con deliberación mi cara y me dijo: Di siempre la verdad, aunque ello importe tu propia destrucción, y me dio el obeso volumen. Comencé a leer en voz alta. Al segundo poema, puso una media risa y en sus ojos leí que por dentro se estaba cagando de la risa.

Detuve la lectura. Busqué en varias páginas algo que interrumpiera su gozo interno. Mientras desbarraba entre la multitud de páginas, sin dejar de reírse por dentro, me preguntó: ¿A que no sabes por qué me urgía que vinieras? Contesté con una sola y típica alzada de hombros. Anda, adivina, y al fin se mostró impaciente. ¿Será que no tienes para pagar la cuenta?, y ahora el que se carcajeó por dentro fui yo. Ella puso una risa completa: Es fácil, mi terapista sugirió que debo estar cerca de aquello que simbolice mi dolor, que así me curaré de la culpa, y, tú sabes, a mí no me gusta andar suspirándole a retratos tamaño infantil, ni a fotos de festejos de cumpleaños, menos a hojas de plantas secadas entre páginas. Yo sé —le devolví— que a veces es necesario sufrir, sufrir de verdad, pero pensé que para sufrir te bastaban los libros. Con un brillo ocular excesivo me devolvió, sin suspirar: Además de ser el ícono ideal de mis penas, me conoces bien; tú sabes que a mí no me gusta hablar en endecasílabos, si no, te diría: en perseguirme mundo, qué interesas, pero tú ya eres un compendio viviente del barroco, y no quiero abusar, así que, mejor, me limitaré a pedirte que me prestes un libro. Aterrado, entre la broma y la sinceridad, le contesté: Si quieres me mudo a vivir contigo, pero ya no dilapides mi biblioteca, ¿qué necesitas?
—Sufrir, que estés cerca, que me leas a Marco Antonio Montes de Oca y que me prestes Concierto barroco —me contestó con suma calma—.

Me calé los anteojos, le prometí que mañana tendría la célebre edición de Siglo XXI que contiene la novela de Carpentier, me tomé el expreso y me seguí leyendo a Marco Antonio Montes de Oca sin parar, al menos por unos quince minutos. Aunque ella conservó la misma media sonrisa, como en un retrato renacentista, yo escuchaba su llanto interior, el compás entre algunos versos y sus suspiros. Puedo seguir hasta terminar el libro, volverme un lector de arena, pensé, pero ella me detuvo: Anda, ya paga la cuenta. Y se marchó sin despedirse y sin llevarse Delante de la luz cantan los pájaros.

octubre 17, 2011

Mariana


Estaba metida en una enésima crisis. Prendió un cigarro sin saber qué hacía. Contra todo sistema de preservación del estilo, tosió inclementemente. Tuvo que completar el fracaso y apagó el cigarro nuevecito. Tenía ganas de aventar objetos, pesados objetos, contusos objetos. Y tenía ganas de atinarle. Pero mejor se sentó en el mullido sillón. Abrazó un tomo enorme de Los conventos del estado Morelos y se quedó mirando el techo amarillento de su recamara.

Dejó el volumen inmenso y se hizo de una decimotercera edición de Las batallas en el desierto. Se imaginó como una Mariana bella, perversa y con voz de Ella Fitzgerald. Nada parecida a Elizabeth Aguilar. Le dieron ganas de ver Annie Hall. Sintonizó Horizonte FM y volvió a la narración de JEP. Trazó paralelas entre la vida neoyorkina de los setenta con la vida en la ciudad de México en los años cuarenta. No podía leer. Tenderly sonaba en la radio. I can't forget how two hearts met breathlessly, repitió con torpeza y se quedó muda, sin leer, pero con el libro en ristre. Sintió el cansancio de un día de demonios y se fue a dormir.

Se levantó temprano, cumplió la liturgia de preparar el café y salir de prisa. No se bañó ni recogió la cocina. Se acicaló un poco en el taxi. Al llegar a la oficina se sorprendió de que sus compañeros aún se sorprendieran de ver su facha de bruja abatida. Cumplió como siempre, con displicencia y perfección, los deberes del trabajo. Sabía que tenía que llamarlo. Debía lanzar reproches, imprecar sin discreción, dejar bien clarito su coraje y regresar a casa para dejar pasar el fin de semana y por allí del lunes o martes perdonarlo. Prefirió no llamar, no contestar, desaparecer.

Contra toda costumbre, se bañó y enchuló todo lo que le alcanzó su precario guardarropa. Apenas pudo hallar unos pomos vetustos con algo de maquillaje, mismo que se untó sin recato ni sentido del gusto. Marchó a un barcito del centro. Llegó sola, se acodó en la barra. No se atrevió a fumar. Bebió vodka con jugo de arándanos. No pasaron ni quince minutos cuando apareció un tipo cuarentón, precipitadamente encanecido, con facha de arruinado y aires risibles de conquistador. El traje lustroso conjugaba con la arrugada camisa a rayas azules. Se extrañó que no llevara un pañuelo colorado y brillante asomando al bolsillo del saco. Pensó que era un claro caso de un hombre que deja a la mujer y a los hijos para ser, a su vez, abandonado por una joven aterrada de lidiar de tiempo completo con canas prematuras. Sabía que todo era en sí mismo un despropósito. Sólo pensaba que estaba cansada de ser un personaje apenas insinuado: no quería ser más la esposa del amante de Mariana. Ella sabía lo pírrico que era tomarse por venganza al cuarentón. Sabía que Mariana nunca se permitiría nada con el cuarentón. Pero no tenía otra opción. Aceptó el cigarro. Cuidó de no calar a fondo. Me llamo Mariana, dijo melódicamente —bluseando en su interior—, y se rió todo cuanto pudo aquella noche en el azulado bar.

octubre 02, 2011

La vida auténticamente literaria


Tan pronto termina de cenar, Ana enciende un cigarro que fuma con displicencia. Se queda un momento mirando al gabinete de los trastos. Luego se saca las zapatillas y toma de su bolso una edición de formato pequeño de La hora y la oportunidad de Augusto de Matraga. Va dejando las cenizas en el plato, pues no tiene energías para ir por el cenicero. Ha tenido que revisar no sé cuántos informes. La madre entra a la cocina y le dice que se deje de lecturas, que ya se le nota agotada, que mejor se meta a la cama y que se dé a dormir, que ella se hará cargo de recoger los trastos. Ana tiene ganas de decir que ya no es una niña, pero como tampoco tiene ánimos de asear la cocina, contesta que está bien, que ya se va a dormir. Le da un beso en la mejilla a la madre, se vuelve a calzar, toma el libro y se va a su cuarto. Se zafa la ropa, se pone un camisón, deja la habitación con la sola luz de la lámpara del buró y se mete a la cama. Sigue leyendo hasta la página veintiocho. Dobla la esquina superior de la hoja y apaga la luz.

Se siente cansada, aunque algo repuesta: la comida, el cigarro y la lectura le han devuelto el espacio para sí misma que la oficina le regateó todo el día. Los ojos permanecen inútilmente abiertos en la penumbra. Se queda pensando en cómo sonará en portugués el cuento de João Guimarães Rosa. Recuerda a Pessoa, a unos poemas sobre la infancia. Piensa que su vida en casa es una continuación de su niñez. Recuerda que siempre para dormir era necesario que su madre le leyera un cuento; que cuando se portaba mal el castigo era no leerle al anochecer. Es raro que tenga ese recuerdo, piensa, porque ella casi nunca se portó mal. Su vida, vista desde fuera, era la perfecta monotonía. Para todos leer después del cansancio que deja el trabajo es un sinsentido, para ella leer era un momento creador de un espacio de intimidad, cuya potencia pocos conocen.

Se arrepiente para de inmediato conformarse de vivir a sus treinta y pocos años con la madre. Sucede que nadie nota que algo de rebeldía hay en ella en esa noche, como en otras tantas. Se identifica con los personajes literarios, vive en ellos las decisiones y las empresas que no logra llevar a la acción. Sin embargo, su actuar está en los mundos literarios en los que entra y sale sin complicación. Ana cumple esa cuota de rebelión personal leyendo. Si su vida parece roma y repetitiva, pero para Ana las reiteraciones y las continuidades no son propiamente conflictivas, acaso porque es acción lo que halla en el mundo literario que teje cada noche, es una suerte de Sísifo contento y agradecido. Sólo el cansancio la hace vacilar, pero bien pronto regresa segura a su vida. De allí que mejor prende la lámpara y sigue de frente hasta el final del relato brasileño. Se duerme feliz, porque ha vivido una conversión radical e inversamente proporcional, a la de Augusto Matraga. Para Ana la lectura es también la vida. Así fue la escritura para el lector infrarrealista por excelencia. Roberto Bolaño colmó el deseo de ser detective de homicidios, “un tira que vuelve solo de noche a la escena del crimen y no se asusta de los fantasmas”, pero que agotó ese afán como lector y escritor, que vivió el peligro de las indagatorias detectivescas sin las inconveniencias del oficio policial. Así Ana es una suerte de lectora salvaje, que vive feliz e intensa, merced a los zapatos fictivos de los otros. Una vida que, vista desde dentro de la propia Ana, es suficiente para trascender, para ser más, para expandirse, con la clara ventaja de no tener que enfrentar las vicisitudes de la vida de carne y hueso. Una renuncia propia, incomprensible y no por ello desafortunada de las experiencias reales. Será asuntos de los psicoanalistas dar nombre a esa opción de vida en el entramado de las tipologías de la anomía. Ella está lista para regresar mañana al trabajo, volver a casa, cenar y contestar a la madre que está bien, que ya se va a dormir.